El día en que empecé a odiar al castrismo…





Yo digo que los sentimientos por el castrismo, más que cualquier cosa, son una actitud ante la vida, o se les idolatra con “loca pasión” o se les aborrece y se les detesta hasta la muerte, lo otro, el coqueteo de que si y que no, el quedarte calladito pa’ que te vean más bonito, es pura satería política de quienes se refugian en el pánico, o en el oportunismo, para estar a bien con Dios y con el Diablo.
El castrismo no es una ideología científica, ni práctica, ni siquiera es una teoría “elaborada para aclarar el pensamiento”, ni un concepto coherente “inventado” para ayudar en el desarrollo de la humanidad, ni una filosofía de vida, ni luz para ese espíritu, ni un manual para guiar al hombre a alcanzar metas superiores, ni un documento histórico, ni una avalancha de bondades, ni una doctrina política, ni los durofríos de fresa de la Gallega, ni apuntes para el crecimiento económico y mucho menos, pero muchísimo menos, un sentimiento humanista elaborado por un hombre, o un grupo de ellos, para llevar paz, bienestar y progreso a una nación o a sus humildes habitantes.
El castrismo, para empezar, es una reverendísima estafa, una mentira fría, amarga, calculada y burda, una consecuencia del ego y las locuras de un sujeto autosuficiente y mediocre, un disparate histórico consumado en una bella isla del Caribe, una plaga oportunista y parásita, el bochinche de la estupidez, la excrecencia de un pensamiento, la gritería hueca, despatarrada y vacía, las masturbaciones mentales de un hijo de puta, una manipulación de laboratorio, una croqueta de subproducto socialista, la involución de la lógica humana y la ceguera mental de mitad hombres, mitad serpientes, dispuestos a hacer el ridículo para defender al mayor y más cruel disparate del Siglo XX y el XXI.
Por el castrismo, devenido en “corriente alterna” a fuerza de imposición, chantajes, engaños, represión, adoctrinamiento y una dictadura sin fin, algunas personas profesan ciega idolatría, sumisión, obediencia, miedo, oportunismo, interés y una “absurda estupidez”.
Otras, entre las que me encuentro en la avanzada, sentimos desprecio, repulsión, rechazo, repugnancia y asco.
Fidel Castro siempre creyó, o le hicieron creer sus aduladores, tracatanes y huelepeos más cercanos, porque en la vida real no se puede ser tan comemierda o engreído, que el mundo giraba alrededor suyo, de ahí que el tipo cada vez que veía un micrófono, sin importarle de quien fuera, se trastornaba y pegaba a hablar una cantidad de sandeces, por horas y horas, que, en mi modesta opinión, terminaron por convertir a los cubanos en zombis de la bobería, del desodorante de pastica y del órgano oriental sonando la misma melodía una y otra vez.
Pero la barbarie que acompaña al castrismo no es cosa de risa, de juego o para tomarse a la ligera, no, todo lo contrario. Hay mucho dolor sembrado en el alma de los cubanos, muchas lágrimas de madres, padres, hermanos, abuelos, tíos, primos y amigos que ni siquiera han podido secarse porque nunca se ha hecho justicia a sus seres queridos, porque el sonido de los fusiles descargando la muerte sobre los paredones aun hoy retumba en nuestros oídos, porque los gritos desesperados de las madres pidiendo clemencia para sus hijos nunca fueron escuchados, porque la garganta bravía del mar tragándose al balsero desprotegido sigue ahí, ahí, ahí, porque los horrores vividos en la UMAP, en las prisiones políticas, en el destierro desesperado, en las golpizas a personas indefensas, en la represión a las ideas, a la libertad y, en fin, a la vida, aun siguen ahí, como el primer día.
Ahora en el tiempo, con un montón de años vividos aquí y allá, más reflexivo que desquiciado, me doy cuenta que no tengo un momento exacto en el cual empecé a odiar al castrismo, que desde los “cuentos” que hacían los viejos de mi barrio sobre “el tiempo de antes, de la vida que “vivimos” en las becas, en las escuelas al campo, en el servicio militar, de la cantidad de actos políticos en que se convirtió nuestra infancia y juventud, de la caterva de lemas, consignas y cancioncitas guerrilleras que tuvimos que aprendernos, del hambre de tres pares de cojones que pasamos, de los zapatos rotos y avergonzados, de los inventos que hacíamos para lucir “bonitos” y del tiempo perdido en una voluntariedad, en un altruismo y en un sacrificio inocuo, al castrismo lo odié a muerte sin siquiera darme cuenta que lo hacía…
Ricardo Santiago.




2 comentarios en «El día en que empecé a odiar al castrismo…»

  1. Sabes ? leyéndote veo que plasmate todo o casi todo. Te faltó decir que si representa algo .Es el ejemplo vivo de la pura involución.

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