Dice mi amiga la cínica que Cuba, nuestra amada Patria, es un país que perdió todo su esplendor, toda su belleza, todos sus encantos físicos y espirituales y todos los títulos que alcanzó, antes de 1959, como nación próspera, en franco proceso de desarrollo económico y como buena tierra, la mejor, para echar anclas, cultivar amores y gozar la vida.
Es cierto y digo más, Cuba, nuestra otrora Patria orgullosa, nuestro rincón amargo del alma, es, yo diría, que el único país en el mundo que, tras más de seis décadas de infortunado andar revolucionario, de desgraciado marchar tras los ideales de un socialismo de alcantarillas, perdió todo su sabor, perdió los buenos olores, perdió el gusto natural que tenía para combinar las especias y perdió, y yo diría que es lo más importante y lo más desafortunado, el apego por darle a lo cotidiano el punto exacto de lo que es sublime al paladar y al sentido de la vida.
Lo más funesto de todo esto, lo más dantesco, lo que verdaderamente me parte el alma, es ver cómo nosotros, los seres cubanos, nos hemos transformado, mejor dicho, hemos involucionado catastróficamente hacia lo más detestable de la vida humana, hemos sucumbido con facilidad, casi que con mucho gusto, “viva la revolución”, a los hedores de una podrida ideología y nos hemos acostumbrado tanto, pero tanto, a la peste que emana de esa “dictadura del proletariado” que, hoy por hoy, sin lugar a dudas, la indolencia, la superficialidad, la mala inercia, la doble moral, la anti-cubanía y el anti-patriotismo, son nuestras mejores y más visibles “virtudes”.
Los seres cubanos de tanto sufrir escasez, de tanto lidiar con el racionamiento, de tanto que nos han empujado hacia un colectivismo destructor de nuestra individualidad y de tanto vivir bombardeados con un triunfalismo perdedor, a cada segundo de nuestra revolucionaria existencia, hemos desarrollado una especie de coraza, de “espejuelos oscuros”, muy oscuros, de pantalla protectora, para no ver la miseria que nos rodea, para no ver los abusos que están a la orden del día, para no ver el hambre social de todos nuestros compatriotas y para no ver la basura que nos llega hasta las neuronas de pensar y que, de muchas maneras, nos está contaminando la vida y acabando con nuestra existencia.
Tengo un amigo que dice, y esto no puedo afirmarlo cien por ciento, que la suciedad en Cuba comenzó con la mierda de perro tirada en las calles, que esta “actividad” sanitario-perruna se convirtió en algo tan común y natural, que a muchos de nosotros no nos importaba y veíamos como algo gracioso, o supersticioso, cuando alguien se “cortaba” con dicha materia fecal en medio de la vía pública.
¿Quién no le plantó un “pie”, alguna vez en su vida, a una mierda de perro, o de otro “animal”, en alguna calle de La Habana?
Conozco a más de uno que lo hicieron varias veces y con ambos pies.
Pero, regresando al tema del guarapo sin azúcar, Cuba es hoy un país que no produce nada, que no tiene un solo renglón exportable que tenga vergüenza, que no puede exhibir un solo producto del que podamos sentirnos orgullosos los cubanos y que no tiene nada que nosotros produzcamos, que nos alimente, que nos satisfaga, que nos ayude a salir de esta horrible crisis que nosotros mismos hemos creado y que el mundo, o una buena parte de él, se desespere por adquirirlo.
A este punto hemos llegado por ser tan socialistas, en esa letrina pestilente nos hemos hundido por ser tan comemierdas y por creer que con esta ideología, con el comunismo como Partido único y con la manada de ineptos, de delincuentes, de criminales y de asesinos, que están sentados, con las patas abiertas, en el tibol de esa maldita revolución, Cuba y los seres cubanos podemos aspirar a salir de tan profundo subdesarrollo, podemos pretender acabar con tantas crisis de todo tipo, podemos emerger como el ave Fénix de nuestras propios derrumbes o podemos salvarnos de ahogarnos en la mierda sin antes perecer en la contienda.
Yo digo que para nosotros los cubanos la suerte está echada. Lo que hoy nos pasa como nación y como pueblo, es la consecuencia de más de sesenta y cinco larguísimos años de odiarnos a nosotros mismos, de destruirnos a nosotros mismos y de matarnos entre nosotros mismos por arrancarle a la vida, a la única vida de vivir que tenemos, un puñadito de azúcar para endulzar nuestro amargo guarapo, terrible pero cierto.
Ricardo Santiago.