El hijo de mi vecina, la chismosa, la que vivía en el 6to piso, la esposa del que siempre saludaba “con afecto y cariño”, era todo un portento de la velocidad.
Yo nunca en mi vida había visto nada igual. El chiquillo bajaba las escaleras del edificio con tanta “ligereza” que se parecía al correcaminos de los muñequitos con el pi, pi y todo.
La madre se moría de vergüenza: “Es que no tengo como controlarlo…”, recuerdo que hasta una vez invitó al médico de la familia a un consejo de vecinos para que explicara científicamente que el niño no tenía la culpa y que todo era provocado por una descoordinación entre el cerebro y las piernas que le inducía que uno fuera por un lugar y las otras por otro. La realidad, y lo puedo atestiguar porque lo vi varias veces con mis propios ojos, era que el puñetero chiquito no bajaba las escaleras como las personas decentes, no, se tiraba de rellano en rellano provocando un estruendo tan grande en cada aterrizaje que parecía que el edificio se iba a derrumbar o que: ¡A correr que llegaron los americanos…!”.
En la vida real todos nos compadecíamos de la abochornada madre y tratábamos de sobrellevar la situación, pero créanme que a veces resultaba verdaderamente insoportable.
La “camarada” del partido, la de la cobardía política pa’ya y cobardía política pa’ca, si no le dejaba pasar una. Muchas veces fuimos testigos de fuertes encontronazos entre estas dos mujeres, hasta hubo uno con golpes y jalones de pelos y todas las malas palabras que existen en este mundo sucio-parlante. Recuerdo que esa vez fue muy desagradable porque vino la policía y la camarada gritaba que ella era militante del partido y funcionaria del Banco Nacional y el policía con cara de estúpido sin saber qué hacer, y la tipa del gobierno diciendo llévate a esta hp presa, y los vecinos plantados que si no se llevaba a la comunista a la otra tampoco, en fin, una verdadera locura. La cosa terminó, gracias a Dios, con una intervención del papá de “hueso e’ pollo” que aun hoy a mi me tiene pensando y medio turulato: “Tenemos que mejorar la convivencia socialista, compañeros…”.
Pero nada, el fórmula uno siguió con sus descensos apocalípticos y “contrarrevolucionarios”. La tranquilidad y la paciencia vecinal eran puestas a prueba cada vez que llegaba la hora de “ir a jugar” de nuestro “demonio de las escaleras”, no dejándonos otra opción que persignarnos y rogar al todopoderoso que nos salvara de otra conflagración inter féminas tan bochornosa.
Un buen día, perdón, un mal día, mientras nos recuperábamos del estruendo habitual, sentimos un alarido descomunal, lastimoso, agónico, quejumbroso y: ¡Corran, corran que este chiquito se desp… contra la pared! Los que vivíamos en los pisos bajos fuimos testigos del “accidente del siglo”.
Algún desconsiderado, mal intencionado, vendepatria, pin, pon fuera…, malnacido, pa’lo que sea Fidel, pa’lo que sea…, colocó estratégicamente, como al descuido, una cáscara de plátanos en el borde del rellano entre el tercero y el segundo piso.
Aquel día yo pensé que se iba a acabar el mundo. El espectáculo fue dolorosamente impresionante, todos querían correr y cargar al chiquito a la misma vez, el niño daba unos gritos que partían el alma, la madre amenazaba con los ojos inyectados de sangre y diciendo que iba a matar… Con mucho trabajo montaron al herido en una moto con sidecar que salió pitando, literalmente, por la avenida hacia arriba.
Gracias a Dios esa vez no vino la policía.
Los que nos quedamos nos miramos tratando de descubrir quién había puesto la dichosa cáscara pero nadie se atrevía ni a insinuar. La gallega, la que vendía durofríos de fresa, dijo: “Yo no soy religiosa, que quede bien claro, pero es mejor que oremos porque la vida de esa criatura está en peligro…”.
Nunca se supo quien fue el asesino.
NOTA INFORMATIVA: El elevador de mi edificio siempre estaba roto por culpa del “bloqueo imperialista”.