Recuerdo que en Cuba, en el edificio donde yo vivía, había una vecina que era un personaje muy singular, único, diferente y, hasta cierto punto, excitante. Todos la conocíamos por la Gallega, de hecho nunca supe su verdadero nombre, pero lo que sí les puedo asegurar es que con la Madre Patria no tenía nada, pero absolutamente nada que ver.
La Gallega era, lo que se dice en buen cubano, una mujer muy “luchadora”. Zapateaba lo que fuera para mantener, alimentar a sus hijos y darle una educación más acorde con los principios y los conceptos de la “hombría”, que ella tenía, que formarlos en los valores revolucionarios y la moral socialista que tanto se predicaba por aquella época.
Según decía los hombres tienen que ser hombres desde chiquiticos, respetar a las mujeres, buscar el pan todos los días para su familia, no tenerle miedo a nada y no estarse, y me perdonan la expresión, con tanta mariconería y tanta chivatería de que si la revolución esto o la revolución lo otro.
A mí me encantaba oírla hablar, tenía una apreciación de la vida y unos conceptos de la familia y la amistad que, y lo confieso sin ningún pudor, eran mucho más responsables, integrales y consecuentes que toda esa mierda que nos decían en la escuela que debía tener el hombre nuevo de Fidel, de la Patria socialista y de los vanguardias de la Jornada Camilo y Che.
Una vez me confesó que terminó, a duras penas, el 9no grado en la Facultad Obrero-Campesina, que lo de ella nunca fue estudiar, que desde chiquita aprendió a trabajar duro en lo que fuera, primero para ayudar a su mamá, y después para mantener a su sus hijos.
En realidad la Gallega con sus “inventos” vivía en el límite de la legalidad. Muchas veces fue víctima de las delaciones de “alguien” en la cuadra, venia la policía y se la llevaba, le ponían una multa y cuando regresaba se paraba frente al edificio y se ponía a gritar, a voz en cuello, las más grandes ofensas contra quienes se dedicaban a chivatear, vigilar, pendenciar y meterse en la vida ajena: “Para estos hijos de puta lo único que es legal en este país es lo que ellos roban”.
Pero bien, de lo que va esta historia, la Gallega en realidad era famosa en el barrio por vender unos duro fríos de fresa que, aunque no sabían a fresa ni a nada, si refrescaban bastante en las tardes calurosas cuando regresábamos de la escuela. En realidad la “alquimia bendita” la lograba con una mezcla de rojo aseptil, para dar color, y azúcar, para dar sabor.
Pero un día parece que se le fue la mano con el rojo aseptil y uno de sus primeros clientes, el hijo de otra vecina que también era de “ampanga”, llegó a su casa con toda la boca y la cara colorada provocando la ira de la preocupada madre que inmediatamente salió a “discutir” a nuestra “próspera empresaria del frescor artificial”.
La que se formó fue tremenda, si los vecinos no llegan a interceder aquello termina en lo desagradable. Recuerdo que la madre gritaba: “¿Y ahora cómo yo le quito lo colora’o a este chiquito de la cara? ¡Eso pasa por vender esa mierda que no es fresa ni es na’!
Recuerdo la respuesta de la Gallega como si fuera ahora mismo porque todo el mundo hizo un silencio sepulcral y la gente se fue retirando del escenario de a poquito, como quien no hubiera escuchado nada: ¡Mira chica no me jodas tanto que aquí el gobierno nos vende el picadillo y no es de carne, el yogurt y no es de leche, las croquetas y no son de pollo, la jamonada y sabe Dios de qué cojones la hacen y yo nunca te he visto ir a formar un escándalo al Comité Central o a la Plaza de la Revolución!
Ricardo Santiago.