Por: Tatiana Fernández y Ricardo Santiago.
La cocina cubana es espléndida en colores y sabores. No existe nada en esta vida mejor que, por ejemplo, arroz blanco, un buen potaje de frijoles negros dormidos, picadillo a la habanera acompañado de yuca con mojo y una abundante ensalada de aguacates con rodajas de cebollas y “bendecida” con gotas de limón criollo.
Pero: ¡Perdón…! ¿De qué estamos hablando? ¿Qué malas palabras son esas?
El Período Especial que se vivió en Cuba, a partir de la década de los 90s del siglo pasado, pero que en realidad no fue más que la verdadera “profundización” de los errores del socialismo castrista, también convirtió una simple cena cubana en un sueño surrealista, en una pintura de Salvador Dalí donde aparece un fogón repleto de telarañas, muchos calderos vacios y una olla “INPUT” sonando su música a presión bajita, muy bajita, porque dentro solo tenía agua y alguna “viandita” arañada a la mala suerte.
Para la inmensa mayoría de los cubanos, durante este fatídico Período Especial, esa fue la música que nos condenaron a oír y el cuadro que tuvimos que diariamente contemplar.
El hambre se generalizó a toda la sociedad cubana, menos a la cúpula dirigente del castrismo, por supuesto, para el cubano de a pie, para un médico cirujano, para un científico de cualquier especialidad, un maestro primario, los niños de los círculos infantiles, de las escuelas primarias, secundarias y los estudiantes universitarios, el sonido de las tripas estomacales alcanzaron la categoría de verdaderos poemas sinfónicos.
El espacio de Nitza Villapol fue quedando en el olvido y las recetas “fáciles y rápidas de hacer” dejaron de ser útiles porque, en la vida real, parecían malas palabras.
Las amas de casa cubanas se convirtieron, a fuerza de rebanarse los sesos, en las nuevas Villapol del Periodo Especial. En las colas de las bodegas, esperando los exiguos mandados del mes, se formaban verdaderos círculos de debate culinarios para ver cuál era la mejor manera de cocinar los nuevos “productos” que empezó a distribuir la dictadura castrista como “alternativa” al hambre y la desesperación.
El picadillo de soya fue uno de esos “manjares” castristas. Ese “producto” pasaba por tantas manos antes de llegar a las mal llamadas carnicerías que cuando finalmente lo traían en aquellos camiones apestosos, dentro de aquellas cajas plásticas churrosas, nadando en ese líquido sanguinolento y mal oliente, a uno lo que le provocaba era más deseos de vomitar que de otra cosa.
Aun así teníamos que comprarlo e intentar dárselo a nuestros hijos preparado con todo el amor del mundo pues era la única sazón de la que disponíamos. Cocinar esa porquería y que no hediera era casi una misión imposible, sé de muchas personas que padecieron múltiples enfermedades a raíz de tener que tragarse aquella mierda. Aun así del “consejo de sabios” del círculo culinario de la bodega se podían sacar algunas sugerencias.
En lo personal yo agarraba un colador, enjuagaba bien esa bazofia incomible, la carne estaba de vacaciones y en realidad nadie sabía la verdadera composición del “producto” pues lo que quedaba de ese lavado se tornaba amarillento. Comenzaba entonces la otra parte de la “misión imposible”, intentar darle sabor a una “masa” que reunía en sí misma los olores más desagradables del mundo.
Gracias a la ayuda desinteresada de algunos vecinos, es decir, a Pancho con su dientecito de ajo, a la cucharadita de puré de tomate con Aspirina de María, a una gótica de aceite de José y al polvito de comino que nos quedaba de los tiempos de la barbarie, intentábamos enmascarar esos “olores” y estirábamos las “especias” para cocinar los frijoles colorados que nos vendían por la cuota y que parecían balines para metralla.
Del Grupo Culinarios Anónimos S.A. aprendimos que había que ponerlos en la olla junto con algunos clavos de carpintería para que se ablandaran los muy condena’os, pero lo cierto es que eran verdadera “artillería pesada” pues eran duros como balas de cañón y al final, después de tanto trabajo, sólo podíamos tomarnos el caldito y va que chifla. Lo otro era cocinar el arroz, había que estar dos horas escogiéndolo y quitándole las piedras, los gorgojos muertos y vivos, los gusanos, los palitos, las semillitas y todo el churre que aguantaba el saco donde llegaba a la bodega.
Podríamos estar hablando horas y horas de la horrible metamorfosis que sufrió la cocina cubana con esta degenerada dictadura y su Periodo Especial. De la tradicional cena criolla pasamos a una precaria subalimentación en tiempos de guerra sin que se disparara un tiro y donde las únicas explosiones que se oían eran las de las ollas de presión “INPUT” cuando reventaban como siquitraqui incrustando los frijoles contra el techo de la cocina.
Ah y el postre, siempre el mismo, nunca fallaba, un “sabroso” corte de electricidad, es decir, un apagón a la hora que más mosquitos había y cuando el cubano más luz necesitaba.
Tatiana Fernández.
Ricardo Santiago.