La vulgaridad del castrismo convirtió la vida en Cuba en una agonía y en un martirio.



El castrismo es, sin duda alguna, lo más despreciable que existe en este mundo. No hay nada del castrismo, absolutamente nada, que denote belleza, hermosura o “simpatía para tus ojos”.
El castrismo es también un “sistema operativo” emocional muy ridículo, chapucero, vulgar, antiestético, cochambroso, simplista, pedestre y mierdero.
El castrismo, con su intolerancia, su ceguera, su rigidez y sus “producciones en serie” de macheteros, médicos, maestros, chivatos y tracatanes, arrasó, desde la raíz, con todo lo hermoso que había en Cuba.
Pero, lo más terrible, es que lo hizo argumentando que “defendía” a los humildes, que “ayudaba” a los obreros y campesinos en su “eterna” lucha de clases y que, por eso, todo lo que fuera “bonito” tenía que ser erradicado de nuestro país pues representaba los códigos del enemigo, algo que, según ellos, era incompatible con la patria socialista donde todo debía “pegar” con los uniformes milicianos, las bayonetas, las pancartas polítiqueras y la tremendísima peste a grajo que…
A la diversidad de criterios del mundo libre, es decir, a la libre expresión del sublime intelecto, el castrismo contrapuso el realismo socialista como la única forma en que “los humildes” podían acceder a la belleza. Y es natural, el genocidio de la dictadura castro-comunista también se extendió a lo contemplativo ya que según esos asesinos el cubano, post 1959, solo debía tener ojos para las metralletas, las trincheras, las botas rusas, los desfiles socialistas, las guardias nocturnas y los cartelitos “arengosos” de 31 y pa’lante, fidel esta es tu casa, si fidel es comunista que me pongan en la lista, entre muchísimas estupideces más.
Terrible pero cierto. El país se inundó de porquerías, de trastos, de escombros y de tantos desperdicios que el sentido común del cubano, a fuerzas de mirar y ver tantas veces la mugre y el sarro pegado a la suela de sus zapatos, se volvió indolente y se acostumbró a que la ciudad, el país y la nación convivieran con las modernas “instalaciones” de excrementos como eternos performance dedicados a la improductividad, a la ineficiencia, a la indolencia y a las puercadas del socialismo.
El cubano, al final, desgraciadamente, terminó aceptando, como algo normal, demasiado normal, que la inmundicia del cuerpo dominara lo excelso del espíritu, una costumbre que resultará muy difícil de eliminar y muy dolorosa de explicar a las futuras generaciones.
Y digo esto porque ante la escasez de lo necesario para mantener los “buenos olores” tuvimos que “echar mano” a cuanto invento pudiera salvarnos del fo, fo qué peste ya que, según los nuevos códigos impuestos por la revolución del picadillo, no importaba que no hubiera jabón, desodorante o pasta de dientes pues todo revolucionario debía crecerse ante las dificultades y hacer cualquier sacrificio por fidel, la revolución y el socialismo.
Por eso, por tanto “sacrificio” que hicimos, la fealdad del castrismo inundó todos los sectores de la vida de los seres cubanos. La arquitectura socialista, por ejemplo, desplazó a las majestuosas construcciones de la “época del capitalismo” con los estrambóticos edificios cajones, sin ninguna funcionalidad, personalidad o singularidad, pero que representaban el espíritu indomable del hombre nuevo hecho a imagen y semejanza del gran “arquitecto” de la libertad, el Caraechichi de Birán.
La isla se abarrotó de nuevas “ciudades” construidas por el “esfuerzo” de la revolución y para el “disfrute” de sus hijos, de sus mejores y más aventajados engendros, los militantes del partido comunista, los vanguardias, los destacados, en fin, la fuerza de choque de la dictadura que era manipulada, o chantajeada, para ejercer el terror igualitico a las siniestras bandas exterminadoras de los peores regímenes de la historia.
Alguien dijo: “La Habana, después de ver los espantosos edificios construidos por esa revolución, se ha convertido en una aldea con características de ciudad”.
Me suscribo cien por ciento a esas palabras aunque, en mi modesta opinión, La Habana, y Cuba entera, perdieron el hermoso sentido que tenían de gran capital, y de gran país, para dar lugar a un potrero croquetero repleto de milicianos sin fusiles, de desfiles multitudinarios de “revolucionarios” histéricos, de pancartas anunciadoras de la mentira universal, de la exaltación a la marginalidad mental, del abandono de la moral como parte de una ideología y del desinterés, la apatía, la desunión y el desconsuelo como los adjetivos mas “sublimes” de lo que significa ser, por desgracia para quienes tenemos vergüenza, un fidelista por siempre en la isla que fue la más hermosa del mundo.
Ricardo Santiago.



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