La “carne” de fin de año, la “carne” de año nuevo y la “carne nuestra de cada día”.



Lo terrible de todo esto, es decir, del invisible “pedacito” de carne sobre la mesa de los cubanos, es que este simple, “normal” y accesible alimento, tan común en casi todo el mundo, se ha convertido, en Cuba, en “objeto” de adoración, de veneración, de “blasfemia”, de persecución y de sufrimiento para la mayor parte de un pueblo que, tras sesenta y un años de revolución del picadillo, nos hemos acostumbrado a “adorar el manjar prohibido” como si comer, o no comer, “that is the question”, fuera el epicentro “cultural” de nuestras amargas desgracias o el premio, el gran premio que nos ganamos, por apostarle a un socialismo de patria o muerte, comeremos tajadas de aire.
Las tradiciones del cubano eran bien fuertes, y digo “eran” porque cuando el comandante llegó y mandó a parar, también “paró”, cambió, destrozó y desapareció lo que nosotros comíamos, bebíamos, olíamos, tocábamos, respirábamos y degustábamos, como simples mortales, sin tantos aspavientos de revoluciones, de comandantes en jefe o de Generales de la pamela.
Porque, en la vida real, nosotros siempre fuimos un pueblo de buen comer. Es cierto que nunca tuvimos una “cocina” muy profusa en recetas y “delicatessen” pero, la que teníamos, es decir, las que salían del “arroz, la carne y los frijoles”, caramba, tenían un olor y un sabor que despertaban a un muerto. Nunca olvidaré el olor y el sabor de los frijoles negros que hacía mi madre.
Y a compartidores no había quien nos ganara. Nosotros, por muy humildes que fuéramos, siempre teníamos una “cuchara” extra pa’ cualquiera que llegara de improviso, nos complacía mucho brindar lo poco que tuviéramos porque creíamos más en la bondad, en la amistad y en donde comen dos, comen tres, que en el egoísmo, la cicatería, la “compañera” gula y el escóndelo debajo de la cama pa’ que nadie lo vea.
Pero, bien, para no perdernos por los trillos que conducen a “Roma”, el 1 de Enero de 1959 nuestro país, Cuba, Cubita la isla más bella del mundo, entregó, sin querer “queriendo”, su alma, su vida, su arroz, sus frijoles y su carne, al ser más diabólico que ha existido en toda la historia de la humanidad. Un pacto siniestro, un trueque de comemierdas donde cambiamos la vaca por la “ideología”, un cambalache estúpido del que definitivamente salimos perdiendo todos los seres cubanos y del que, después de más de sesenta larguísimos años, no hemos podido recomponernos, no nos lo hemos podido quitar de encima, nos ha costado sangre, sudor y lágrimas y, del pedacito de carne que tanto nos prometieron, solo hemos sentido un ligero olor, una sutil brisita, un fantasmal tufillo, cuando se lo dan a los turistas en los hoteles o a los jerarcas del partido comunista en las opíparas comilonas del comité central.
Dice mi amiga la cínica que para algunos la carne hace “daño”, pero que en Cuba castrista hay cosas que dañan mucho más, pero muchísimo más, que un rico bistecito, que una sabrosa carnecita “ripi’a” o que unas apetitosas masitas de puerco fritas con su vianda sancochada y sus buenas “ilusiones”.
Pero la única realidad es que a nosotros los seres cubanos todo, absolutamente todo, el castro-comunismo nos lo puso por la “cuota”. En un abrir y cerrar de ojos destruyó nuestras avanzadísimas “carnicerías”, nuestros gustos, nuestra forma de ser, de pensar y nos hundió a todos en trincheras repletas de miserias socialistas, de prohibiciones revolucionarias, de racionamientos patrióticos y de “caquita no se toca”, justificados en las ridículas, disparatadas y malditas consignas de una revolución que nos des-revolucionó la vida, nuestra esencia y nuestros cubanísimos estómagos.
Por eso siempre digo que no existe mejor manera para explicar la clase de mierda que son el socialismo, el castrismo, el fidel de la montaña, el General de la pamela y todos los imbéciles que defienden esa aberrante ideología, que hacerlo a través de la caída, desaparición y muerte del bistec en Cuba. Una historia no muy difícil de contar pues cada uno de nosotros, es decir, quienes nacimos y vivimos en esa mariconada excremental llamada revolución del picadillo, sabemos qué significa pues vimos a nuestras madres, volverse literalmente locas, tratando de “inventar” algo decente que pudiéramos llevarnos a la boca.
Termino con un dato extremadamente doloroso pero cierto, muy cierto, en el que quiero que todos reflexionemos: Existen niños en Cuba, nacidos en este milenio, que ni siquiera conocen el sabor de un bistecito de res…
Ricardo Santiago.



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