Historia de un cubano de “a pie”, una de las tantísimas víctimas de la dictadura castro-comunista.



La grandeza de un hombre radica en su firmeza y en la defensa que haga de su verdad y de sus ideas, da igual si es un coloso, un mártir, un héroe o un ciudadano común.
“Caballo”, mi vecino, el hombre humilde que vivía cerca de mi casa, en La Habana, que fabricaba jarritos con latas de leche condensada vacías, por allá por los 70s del milenio pasado, fue, y después de muchos años lo entendí bien, un cubano grande, monumental.
Yo era un niño y recuerdo que cuando jugábamos cerca del portón de vieja madera que cerraba el paso a su precaria “morada”, nos gustaba contar la cantidad de martillazos que oíamos para ver quién de nosotros se cansaba primero.
“Caballo”, mi vecino, vivía solo, muy solo. Tenía familia pero pasaban de él porque “Caballo”, mi vecino, siempre estaba hablando mal del “gobierno de los castro” y diciendo, más bien gritando: “Esos tipos son unos comunistas de mierda, esto es una sanguinaria dictadura…”, y otras “barbaridades” que desentonaban con el ambiente “políticamente correcto” de la época.
Manifestar públicamente las cosas que decía de fidel castro, en los años 70s, en Cuba, sin mirar para ambos lados, y sin taparse la boca, era un “suicidio político”, un escándalo social y una nota discordante en medio de tanta efervescencia revolucionaria, carteles alegóricos al proletariado invencible, a los vivas a la revolución del picadillo, a los abajo el imperialismo y al repugnante comandante en jefe ordene.
“Caballo”, mi vecino, no creía en nada de eso, no participaba en las tareas revolucionarias y el día que lo llamaron para ingresar al comité de defensa de la revolución, y hacer guardias necesarias porque el enemigo nos estaba causando mucho daño, los mandó a todos pa’ casa del carajo y les gritó a todo pulmón: “Aquí el único enemigo son ustedes…”.
“Caballo”, en la “época del capitalismo”, era dueño de una próspera ferretería gracias a su empeño y a su visión emprendedora. Vendiendo tuercas y tornillos, como él mismo decía, logró consolidar una seria posición económica y construir una “familia de bien” enviando a sus hijos a estudiar a la Universidad. Todo le iba de maravillas hasta aquel fatídico año 68 en que la revolución con minúsculas decidió nacionalizar la pequeña propiedad privada en Cuba y “Caballo”, mi vecino, fue una de las primeras víctimas de esa disparatada Ley.
La ordenanza de los comunistas decía que la ferretería de “Caballo” pasaría a manos “del pueblo revolucionario”, que a partir de esos momentos sería administrada por un compañero vestido de miliciano y que si él quería podía quedarse trabajando, pero como un simple empleado, pues la revolución había “triunfado” para acabar con la explotación del hombre por el hombre y bla, bla, bla…
“Caballo”, mi vecino, se fajó a piñazos con los “interventores” de la cogioca revolucionaria, dicen que sólo pudieron doblegarlo a punta de bayonetas, que sangrando y golpeado lo metieron a la fuerza en un carro patrullero y lo llevaron detenido para una estación de policía. Cumplió dos años de presidio, según su causa judicial por “desacato”, por negarse a acatar una ley sagrada de la patria y una orden de “nuestro comandante en jefe”.
Al salir de la cárcel no tenía familia, todos le dieron la espalda porque “Caballo”, mi vecino, aun seguía diciendo que fidel castro era un hijo de puta. No lo pudieron doblegar. Así apareció un día en mi barrio, en aquella casucha desvencijada y dando martillazos sobre la hojalata para ganarse decentemente la vida.
A nosotros, los muchachos de la cuadra, no nos dejaban acercarnos a él, la presidenta del comité empezó a regar por el barrio que “ese hombre estaba loco” y, a fuerza de repetirlo, la gente terminó por creerlo de verdad. Dicen las malas lenguas que todo fue una operación orquestada por la seguridad del estado castro-comunista.
A “Caballo”, mi vecino, un día se lo llevaron para el Hospital Siquiátrico de La Habana y nunca más supimos de él.
Años después me enteré que había muerto en aquel hospital, solo y abandonado, “de una penosa enfermedad”, pero no, yo digo que a “Caballo”, mi vecino, lo mataron la tristeza y los electroshocks revolucionarios que le dieron para intentar acallar su verdad.
Por eso pienso que si la “Reina de Inglaterra”, por ejemplo, se hubiera dignado a adquirir uno de sus jarritos de leche condensada, la suerte de “Caballo”, mi vecino, un cubano grande, monumental, hubiera sido otra…
Ricardo Santiago.



Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Translate »