A los cubanos, a todos, absolutamente a todos, debería darnos vergüenza, mucha vergüenza, tener el país que, por desgracia, o por ser tan estúpidamente revolucionarios, hoy tenemos.
Y, de paso, tendríamos que sentir mucho dolor, una angustia enorme, una pena tremenda, un espanto perenne en medio del pecho y un salto en el estómago constante, ante el desastre, la destrucción, la pudrición y la asquerosidad en la que un grupúsculo de delincuentes, con la anuencia, con el apoyo y con la complicidad de muchísimos de nosotros, hemos convertido esa Patria que tanto decimos “amar”.
Pero no solo me refiero al país destruido, a las ruinas tangibles que pululan con “frescura” en un país que hiede por los cuatro costados, a los destrozos causados por la corrupción, por el desinterés, el abandono, “el paso del tiempo” y por la acumulación de miserias, unas sobre otras, durante más de medio siglo de tiránica “desenvoltura”, que han terminado por definirnos, como pueblo quiero decir, en los más antipatrióticos de este planeta o de cualquier otro con vida “natural” o artificial.
Una realidad tangible, deshonrosamente tangible, que no tiene ninguna explicación coherente, que entra por derecho “propio” en el campo de lo absurdo y de lo “mórbido”, de las aberraciones colectivas, del hundimiento “empresarial” y de la desfachatez patriótica más inverosímiles que se han visto en toda la historia de la humanidad.
Nunca antes alguien vio a un país, con su pueblo incluido, involucionar de tal manera, dar tanta marcha atrás, cagarse literalmente en todos sus muertos, y en su historia nacional, como lo hemos hecho nosotros, recalco, la inmensísima mayoría, unos más y otros menos, durante estos más de sesenta larguísimos años de ridícula efervescencia revolucionaria, de apasionado gusto por el descojonamiento material y espiritual, de innegable inclinación “despetroncativa” hacia la mediocridad colectiva y de la malsana propensión que hemos desarrollado por el odio, la envidia, el resentimiento, la cobardía, el descaro, la perfidia y las mariconadas “cederistas”.
Por supuesto que siempre hay sus excepciones, gracias a Dios, de un pequeño, pequeñísimo grupo de compatriotas que sacan el decoro nacional por todos nosotros, que se enfrentan a la ignominia de los dictadores con férrea cubanía, con verdadero fervor y con la sabia certeza de que con quienes tiranizan la Patria no se comulga, ni se tranza y muchísimo menos se “negocia”, ni un solo milímetro de nuestro derecho a la libertad.
Pero, bien, parece que, al final, este es nuestro gran “arrastre” como nación, nuestro peor padecimiento, nuestra más grave enfermedad como cubanos, nuestra maldición histórica, es decir, la de comulgar con los tiranos, pues, según los historiadores, los que saben de verdad, durante nuestras guerras de independencia, en el Siglo XIX, había más de cincuenta mil cubanos apoyando al ejército español, contra solo cinco mil en las filas mambisas, de los cuales muchos de ellos eran negros de nación, luchando por liberarnos de España.
Dice mi amiga la cínica que algún día, refiriéndose a esta lastimosa diferencia, deberíamos revisar, con conciencia y con decencia, qué significa para nosotros realmente el concepto de “independencia”.
Y, por desgracia, tal nefasta correlación “cubana”, hoy se repite, tan enorme disparidad por el amor a ser libres, y sin libreta de racionamientos, tiene más vigencia que nunca pues aun vemos como, por necedad, burradas ideológicas, adoctrinamientos de especies y de “especias”, o por la razón que sea, son más los que defienden a la revolución del picadillo, ahora de las tripas, que quienes quieren un país inclusivo, con derechos, libertades, prosperidad material y espiritual y, por supuesto, un cuartico diferente que no “esté igualito como cuando te fuiste…”.
Una desproporción cobarde que solo demuestra nuestra excesiva inclinación al “cepo y la tortura”, a la humillación y al ultraje, a las “pipas de cerveza”, a ser pisoteados por policías y ladrones, a llevar grilletes en los pies y en el alma, sobre todo en el alma, y a aceptar ponernos nosotros mismos los “tapabocas pandémicos”, por toda la eternidad, como si fuéramos un pueblo al que un ratoncito nos comió la lengüita y no tiene necesidad de expresarse: Hablar para qué si otros lo hacen por nosotros.
¡Hay cubanos…!
Por eso afirmo que el día que nos decidamos mirar a Cuba, nuestra Cuba, la Patria nuestra, de nuestros padres y abuelos, de nuestros hijos y nietos, con los ojos de ver la verdad, con el sentido del pudor y del patriotismo, entenderemos, de una vez por todas, la necesidad imperiosa de sacudirnos de encima tamaña vergüenza y reconstruir definitivamente un país donde comerse un sanguisi de jamón y queso, o tomarse un vasito con leche calientica, no sean una ilegalidad o delitos contra “la seguridad del Estado”.
¡Hay cubanos…!
Ricardo Santiago.