Del paraíso en la Cuba de los cincuentas al infierno de esta Cuba de ahora.



A los seres cubanos, el 1 de Enero de 1959, nos arrancaron el alma, nos descuartizaron el sentido común, nos hicieron un “nudito” bien apretadito en la lengua, nos despojaron de nuestra esencia como nación, nos travistieron nuestra idiosincrasia y nos “clavaron” de penitencia en la hoz y el martillo porque, ingenuamente, nos dejamos seducir y abandonar por el revolucionario “materialismo dialéctico” de que para subir al cielo no hacen falta escaleras grandes y sí mucho sacrificio, mucha abnegación y mucha entrega a la revolución del picadillo, a fidelito, fidelón, y al socialismo de tempestades.
Yo siempre he dicho, y estoy más que convencido de eso, que esta triste historia de más de sesenta y dos larguísimos años de tragedias y desgracias, fue consecuencia de nuestro exacerbado gusto por los jubileos, por las actitudes festinadas, por el bonche, por la jodedera y por el dame un traguito ahora…, sin que nunca nos cuestionáramos, tan solo un poquito, un tin, qué nos pone el castro-comunismo dentro del pan cuando dice “regalarnos” una merienda “reforzada” por traicionar la Patria.
Y digo esto porque, primero, nos lanzamos en bandada a celebrar la huida de Batista creyendo, al cien por ciento, que el General era un asesino y que toda la culpa de la violencia desatada en Cuba era, única y exclusivamente, de su dictadura y, segundo, porque, también, nos tiramos pa’ la calle a vitorear, a aplaudir, con profunda “convicción revolucionaria”, la violencia que vino después, la malísima, la generada por el enfrentamiento entre cubanos, por el peor terrorismo de Estado que ha conocido la humanidad y por la pérfida ideología de que estás conmigo o estás contra mí.
La historia ha demostrado que la memoria de los pueblos es fácilmente manipulable. En el caso nuestro quedó evidenciado en cómo nos lanzamos a las calles a apoyar a un terrorista consumado, le pusimos una alfombra roja para que se apoderara de todo el país, le seguimos en cada uno de sus abominables disparates y terminamos hasta adorándolo como el gran salvador “santificado” sin que la mayor parte de nosotros nos diéramos cuenta de que el tipo no era más que un cobarde, un oportunista, un egocéntrico, un caudillo de potrero y que solo nos utilizó para convertirse en el gran dictador ahorcajado en cuatro patas sobre una mesa moviendo “la bolita del mundo” con el c…
Yo soy del criterio que un pueblo cívico nunca grita paredón, paredón, paredón, ni apoya el robo “nacionalista” de propiedades ajenas, sorullo suelta lo que no es tuyo, ni corea absurdas ni estúpidas consignas, ni admite campos de concentración o de trabajo forzado para sus hijos, ni se deja encasquetar un uniforme militar violento y apestoso, ni repleta su país de huecos y trincheras ridículas, ni se cree los cuentos de la mantequilla, el café, la carne “a granel”, ni que nos vamos a convertir en el país más desarrollado del mundo, ni aprueba leyes y constituciones que no le favorecen en nada, ni aplaude histéricamente y mucho menos, pero muchísimo menos, se pintorretea la cara y el cuerpo con la babosada de “yo soy fidel”.
Pero los cubanos nos dejamos engañar, lo permitimos y lo aceptamos. Dejamos que nos impusieran una revolución socialista repleta de obligaciones mezquinas, de altruismos interesados, de sacrificios improductivos, de racionamientos eternos y cargada de una intolerancia brutal cuando nosotros, como nación, como pueblo, nada teníamos que ver con esa mierda, con esos “ideales”, ni con el hambre nacional que llegó para quedarse y que no hemos encontrado forma de quitárnosla de encima.
Aplaudir al castrismo nos costó, irremediablemente, pasar de la risa al llanto, de la abundancia a la escasez, de los abrazos a las bofetadas, del respeto a la prepotencia, del señor al compañero, del aroma a la pestilencia, del traje al uniforme, de la Iglesia al comité del partido, del bistec a la lombriz solitaria, del aire acondicionado a sálvese quien pueda, de la superficie al fondo, de la cama al catre y, lo más terrible, de la libertad a un presidio gigante del cuerpo y del alma.
A los seres cubanos nos mataron la espiritualidad como nación, es un hecho, una realidad que tendrá miles de variantes para su comprensión o mejor definición, pero, lo cierto, es que ser revolucionarios, socialistas y comunistas, nos transformó en un pueblo insensible, apático, conformista, aguantón y sumiso que acepta la destrucción y la miseria en que vive como algo tan natural que aparta, al caminar sus calles, los escombros y la basura como si fueran adornos sagrados, e intocables, de esa maldita revolución de catástrofes y muertes.
Ricardo Santiago.



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