Bueno, bueno, bueno…, este es uno de los temas más polémicos que podemos tratar porque nosotros, los seres cubanos, como nación, después del 1 de Enero de 1959, nos dejamos introducir, en nuestro “ADN sandunguero”, los genes de la discordia, de la agresión, de las ofensas, de las faltas de respeto, del empuja-empuja, de la intolerancia, de la soberbia, de la mediocridad, del quítate tú pa’ ponerme yo y del sálvese quien pueda.
Triste, pero cierto, una terrible condición inhumana que nos hemos empeñado en mantener, por más de sesenta y dos larguísimos años, a costa de nuestra involución como pueblo, como cultura, como país y como seres cubanos.
Pero nosotros “antes” no éramos así. ¡Y que alguien me desmienta!
El cubano era un tipo afable, solidario, amigo, hombre, respetuoso, cívico, caballeroso, le abría los brazos a cualquiera y bastaban dos palabras, sin conocernos, para que gritáramos a voz en cuello: “Este tipo que está aquí es mi hermano.”
El cubano era un pueblo al que todos querían y respetaban porque, conformado por un tín a la marañín de habitantes, en una isla pequeña en medio del Mar Caribe, supo convertirse en la quinta economía en importancia de todo un continente, en parir grandes genios del deporte, las finanzas, el arte, las ciencias, la literatura y la música. Dicen que hasta la Reina de Inglaterra, en sus buenos tiempos, tiró su pasillito con un sabroso Mambo y se deleitó con unos buenos tostones de plátano verde, “aunque me estriñan coño que esto es lo más rico que hay”.
En la vida real fuimos un pueblo que daba gusto, que despertábamos la envidia de países que hoy son “muy desarrollados” y que muchos, muchísimos de sus habitantes, querían venirse a vivir a nuestra Cuba por las excelentes condiciones de vida, de prosperidad, de desarrollo y el respeto que mostrábamos hacia todo el mundo.
Pero, como siempre se dice, llegó el comandante y mandó a parar, emergió una serpiente venenosa del infierno, un pajarraco carroñero cayó del cielo y se estrelló de cocote contra la Plaza Cívica de La Habana, “con tantos lugares que había y el muy hijo de puta vino a caer entre nosotros”.
Yo siempre me pregunto por qué celebramos el 1 de Enero como “un aniversario del triunfo de…”, cuando, en la vida real, es una fecha en la que tendríamos que llorar, y gritar todos juntos, maldiciendo la mala hora, el fatídico día, en que empezó a “soplar el viento de nuestras desgracias”.
Pero, bien, ese Enero de 1959 marcó el inicio del fin de todo cuanto habíamos logrado como República, un punto involutivo en la historia que construíamos como nación y un retroceso de lo que habíamos logrado en materia de democracia, de civismo, de constitucionalidad, de desarrollo económico, político y social.
La supuesta revolución que nos impusieron a la fuerza y que nos vendieron como de “los humildes y para los humildes”, tenía que implantar un nuevo modelo de “ser cubano” que fuera capaz de enfrentarse y derrotar al cubano de toda la vida: “porque un comunista siempre vence las dificultades aunque la mierda le llegue al cuello”.
Con su asqueroso patriotismo-patriotero el castrismo nos dividió en dos grandes grupos, los revolucionarios y los “demás”, estigmatizando así a todos aquellos que, de una forma u otra, no comulgaran con los “ideales” del partido comunista y con el nuevo “sabor” del picadillo vendido por libreta de racionamiento.
De la noche a la mañana el castro-comunismo sepultó para siempre nuestra “sabrosura” nacional y la trastocó por el famoso “hombre nuevo de la revolución”, un tipo “izquierdito” como una vela, peladito al corte cuadrado, con camisitas a cuadros, ideas cuadradas y una arenga, un discursito en el bolsillo.
La discordia nos fue sembrada con este nuevo individuo, un espécimen rectilíneo uniforme que lo mismo podía vestirse de miliciano, de cederista, de estudiante, de combatiente que de músico, poeta o loco, y con la misión sagrada de dividirnos pues quien no se desgañitara como él gritando viva la revolución, o abajo el imperialismo, no tendría derecho a vivir en Cuba pues las calles, la tierra, el aire y los calzoncillos sin elásticos, a partir de ahora compañeros, escúchenme bien, son propiedad de nuestro comandante, del socialismo y del “internacionalismo proletario”.
Desafortunadamente esta mentalidad nos partió en mil pedazos y nos convirtió en enemigos eternos los unos de los otros, pues mientras algunos se atragantan hasta las trancas, con los residuos del tibor del socialismo, otros exigimos nuestro derecho a no vivir racionados en un país que puede producir para todos si los comunistas, con su denigración, no lo hubieran convertido en un apestoso estercolero, así de real.
Ricardo Santiago.