Yo quiero ser optimista y no dejarme vencer por la terrible idea de que el ser cubano, o los seres cubanos, no tenemos remedio, somos esclavos felices, nos gusta la raspadura, digo, la dictadura, tenemos miedo, nadamos mejor con el agua o la soga al cuello, nos encanta gritar viva fidel, degustamos la claria y la mierda como exquisiteces del arte culinario socialista, nos desenvolvemos mejor con los apagones porque así “vemos más” y nos merecemos las desgracias que tenemos porque somos un pueblo que no quiere ser libre, que nos encanta desfilar pa’ que el mundo vea lo imbéciles que somos.
No, no y no, me niego a creer que esos epítetos sean ciertos, que el mundo nos mire con lástima y desprecio porque no somos capaces de enfrentarnos, de una vez por todas, a la más cruel dictadura, al régimen más oprobioso y a la tiranía más criminal y más espeluznante, que ojos humanos han visto y cuerpos humanos, o cubanos, han padecido.
En realidad hay que vivir allí, en Cuba, aunque sea por un corto espacio de tiempo, y cuando digo vivir me refiero en un barrio de verdad, de los de “tierra adentro”, con un presidente del comité de defensa de la revolución bien hijo de puta y bien chivato, con unos padres obreros soltando la gandinga día tras día por un mísero salario que más que esperanza es vergüenza, con una abuela enferma y cansada por los años de los años que se consume de tristeza y uno sin poder decir ni pío, con un calor insoportable a todas horas, tragando solo las bochornosas subvenciones dictatoriales de la libreta de racionamiento, viviendo en una casa que tu padre heredó de su padre y este de su padre y así hasta que el árbol genealógico se quebró junto con las puertas y ventanas carcomidas por el comején, con un chorrito de agua que llega de Pascua a San Juan y hay que recogerla hasta con los vasitos espirituales, con las ollas vacías hasta el fondo, pidiendo el último en todas las colas, con una humedad que castiga las articulaciones de mi madre y ella me grita desesperada que vaya a la farmacia a ver si llegó la medicina que necesita, sin merienda para la escuela y sin merienda pa’ merendar, trasladándonos a cualquier parte en el “transporte público”, asistiendo a las concentraciones de la Plaza porque de no hacerlo te expulsan del trabajo o no te dejan seguir estudiando y, lo peor, lo más fascista y denigrante, tener que decir que eres revolucionario, por temor a las represalias del “socialismo”, aunque se te forme un masacote ideológico en la garganta que no deja que el aire te fluya ni pa’lante ni pa’tra.
Pues sí, como decía, hay que vivir en Cuba, soportando de esa manera la asquerosa mentira de la revolución de los humildes y el paraíso socialista, para entender porqué la mayoría de los cubanos, en pleno siglo XXI, no tienen ni la más puta idea de qué son los derechos fundamentales del hombre, la democracia, la libertad, el civismo, los derechos-derechos, los “barbiquius” y las tarjetas de crédito.
Porque, es que al final del cuento que nos quisimos creer, el 1 de Enero de 1959, los seres cubanos hemos vivido todo este tiempo, más de sesenta y tres larguísimos años, sumidos en una lucha constante por la subsistencia, por una supervivencia marcada más por conseguir el pollo imperialista que por exigir derechos, libertades y respeto que, como dice mi amiga la cínica, son importantes para tener un país decente, próspero y funcional, donde la ley primera de la República no sean el hambre, la miseria, la agonía y la tristeza.
Indiscutiblemente el exterminio de las “aspiraciones”, de los les seres cubanos, le ha funcionado al régimen castro-comunista para mantener “a raya” cualquier intento de “exigencia popular”, pues convirtieron a todo un país, y a su pueblo, en una “escuela al campo” gigantesca donde las miserias humanas se entremezclan con las miserias “políticas” de una ideología concebida para pervertir, embrutecer, adormecer e idiotizar, el alma libre de los pueblos.
Y este es el punto fuerte de esa jodida dictadura. Es por eso que han logrado sostenerse por más de sesenta y tres larguísimos años y seguirán mientras permitamos que mantengan su horrible forma de control sobre nuestras vidas, un control que cruza los mares y nos persigue donde quiera que emigremos porque: si te haces el gracioso y te pones a hablar mal de “Cuba”, de fidel o de raúl, aquí no entras más…”.
Ricardo Santiago.