A mí siempre me dijeron que antes de 1959 los seres cubanos no gritábamos tanto, ni hablábamos con tanta chusmería ni con tantas “faltas de ortografías”.
Porque, en Cuba, la decencia, el civismo y la buena educación, siempre fueron sagrados, sin que nada tuvieran que ver los millones en los bancos, unos cuantos pesitos debajo del colchón o, simplemente, los únicos veinticinco centavos para arañar una completa en la fonda del chino, es decir, pobre pero decente, humilde pero bien educa’o: “Buenos días Señor, pase usted primero Señora, muchas gracias caballero, perdón, permiso, buenas tardes, en qué puedo ayudarle señorita…”.
Me contaban los viejos de mi barrio que antes de la revolución de las salchichas, o sea, antes de la época de la barbarie, era muy difícil encontrar en la calle a una mujer desarreglada, descuidada en su porte y aspecto, vulgar, desencajada y que no esmerara su femineidad con independencia de su clase social o de su poder adquisitivo.
Con los hombres sucedía otro tanto, al varón cubano siempre le gustó andar elegante, presumir, oler a colonia masculina y no importaba si el tipo era millonario o un simple trabajador, el caso es, me contaban, repito, que usted salía a la calle y daba un gusto tremendo porque si algo caracterizaba a La Habana, a Cuba entera, eran sus buenos, sus diversos olores y una “finura” tan grande que por eso mismitico éramos la envidia de media humanidad.
Decían, también, que las moloteras, las colas, los empuja-empuja y el canibalismo social, nunca se vieron en nuestra Patria y que “eso” de dos mujeres jalándose los moños y ripiándose la ropa pa’ comprar “croquetas de pescado con sabor a chorizo”, no, eso no, “eso” jamás se vivió en Cuba, que “eso” llegó después con el tibor del socialismo, con fidel, con la revolución castro-comunista y con el desastre tan grande que se armó cuando, “por culpa de los americanos”, se desapareció la “chaucha” y los seres cubanos tuvimos que matarnos entre nosotros por un cachito de pan o un muslito de pollo imperialista.
Pero en nuestras escuelas, en la televisión, en la prensa estatal, en las vallas propagandísticas del régimen, en los centros de trabajo y en la vida misma, nos decían que todo marchaba bien, que con nuestro sacrificio y nuestra gritería le ganaríamos a los yanquis y que después, gracias a “la obra de la revolución”, aquellas dos que se rajaron los vestidos en la cola del picadillo volverían a ser hermanas, a quienes dieron su sangre por el comandante les subiría la hemoglobina, los que murieron defendiendo al socialismo en tierras lejanas resucitarían para reclamar sus mandados en la oficoda y que eso que dicen, de nuestra vulgaridad y chusmería nacionales, no son más que chismes del enemigo para desprestigiar a la revolución pues el hombre nuevo, el nuevecito de verdad, tiene que ser muy “agresivo” ante los rezagos del capitalismo.
Así a los seres cubanos la violencia, es decir, la violencia de la vida de vivir, se nos multiplicó por todas partes. Nos fue suministrada como la moral revolucionaria necesaria para vivir en un país que pretendía arrasar con el pasado para, supuestamente, construir un futuro mejor porque un plan quinquenal del socialismo, según los comunistas, es mucho más productivo que la propiedad privada del capitalismo.
El caso es que la Patria, con la revolución, el hombre nuevo, fidel, el tibor del socialismo y la mierda de los planes quinquenales, se nos transformó en un campo de batalla vulgar, pedestre, elemental y prosaico, donde nos mezclamos, los “muertos y los vivos”, en una guerra sin cuartel por la supervivencia pues al implacable racionamiento se sumó la despiadada escasez, la corrosiva corrupción y el letal adoctrinamiento que, aun con las tres varas de hambre que nos hacen pasar, aplaudimos como enajenados a nuestros máximos verdugos sin querer entender que sin esos delincuentes en el poder la “carne” alcanza y sobra para todo el mundo.
Es terrible ver, sentir y padecer, cómo un sistema de malas ideas se apoderó de una nación y destruyó, desde sus valores culturales, sus olores, sus sabores, su alegría de vivir, su orden, su progreso y su lindo camina’ito, hasta algo tan preciado y tan sagrado como es la familia.
El hombre cubano, gracias a esa desgracia de socialismo y a esa maldita revolución, ya no huele a colonia de varón, ya no dice buenos días, ya no le cede el asiento a una dama ni cree “en el amor, madre, a la Patria…”, así de triste.
Ricardo Santiago.