Éramos muchos y parió Catana, se reventó, le sacaron la gandinga por la boca y cuando le hicieron la autopsia, cuando la abrieron de par en par, no encontraron ni un triste manguito, ni una mermeladita hecha por las manos de la abuela, ni una tajadita de mango de la mata de mi patio y mucho menos, pero muchísimo menos, un buchito de esa limonada tan refrescante, tan sana y tan criolla, muy recomendada porque es la base de todo.
De Cuba se perdió el azúcar, quién lo iba a decir, si hace cien años, alguien lo hubiera vaticinado, profetizado o anunciado, lo habrían colgado de una guásima, de cualquier poste a la orilla de la guardarraya, de una farola del parque de mi infancia, de los timbales de Maceo que, dicen, eran de bronce o lo hubieran acusado de ser contrarrevolucionario, un agente al servicio del imperio o una escoria nauseabunda que se vaya, que se vaya, que esta calle es de fidel…
También se fueron del parque las papitas fritas, un bistecito de res con su yuquita con mojo, el arroz con leche me quiero casar pero no tengo donde vivir, los durofríos de “fresa” de la Gallega que en verdad eran de rojo acetil, la leche con chocolate, el dieciséis huye, huye, que te coge el buey, la raspadura, los turrones porque no hay un sala’o dentista que te arregle un diente, los cuellos de tortuga búlgaros que vendían por el cupón de la libreta de productos industriales, el Micocilén, el desodorante de pastica, el Cold Cream, la peste el último y el primero se la traga y los tamalitos que vende Olga.
Por eso yo digo que los cubanos somos un pueblo al que dejaron huérfano, una masa amorfa de concubinas, de consortes, de traidores, de oportunistas, de valientes y de luchadores, al que le mutilaron, o intentaron arrancarle, sobre todo a los valientes, su esencia, su dignidad, sus recuerdos, sus olores y sus sabores y nos han dejado, a merced de las “democracias” del mundo, para que nos eduquen, para que nos enseñen y para que nos domen como mosquitas que parece que no rompen un plato pero…
Ahora no hay quien se coma un mango, a los cubanos de a pie me refiero, señalo específicamente a ese pueblo humilde que tiene que ir caminando a todas partes, a los hijos de la vecina de la esquina, la que el marido se le fue pa’l Norte y no le manda ni un kilo prieto parti’o por la mitad, a la chivata del comité abandonada por la revolución del picadillo, a los viejos de mi barrio que se fueron muriendo, uno a uno, de tristeza y melancolía, a la mujer de Antonio que anda en silla de ruedas, a los militantes del partido que, decepcionados, entregaron el carnet, a los perros que le ladran a la Luna, a los aretes que le faltan a esa mismísima Luna, al gordo sin barriga jefe del sector de la policía y a la negrita peli-lisa que se gastó toda su fortuna en hacerse un derriz.
Es triste pero es cierto, puede parecer una jocosidad pero es una verdad tan grande como un templo, una realidad que padecimos y padecen muchos seres cubanos después de entregar sus mejores años a una maldita revolución, a un régimen que nos engañó miserablemente, que nos limitó de bebernos hasta un simple juguito de mango y que dejo encueros, descalzos, sin uniformes y sin corbata a un pueblo entero.
Lo terrible es que muchos se adaptaron a la miseria, se acostumbraron a los “regalos” del comandante creyendo que la dadivosidad del socialismo es eterna, es fecunda y tiene pa’ comer y pa’ llevar.
Por Eso Me Fui De Cuba, por eso he luchado con todas mis fuerzas para arrancarme del alma el castrista que me inocularon, desde que era chiquitico y de mamey, desde que mi madre me decía que lo más importante que tiene un hombre son su razón y su vergüenza y la maestra de la escuela me decía que no, que eran fidel, los mártires de la revolución de los apagones, el socialismo de alcantarillas y la yuca con mojo…
Ricardo Santiago.