Yo siempre digo que la muerte no es una condena, no es una execración, no es un estigma y no es una vergüenza, si es algo natural, si es algo biológico, si es humano o si es hasta producto de una que otra enfermedad del cuerpo o del alma.
Pero la muerte en Cuba, en un muy alto por ciento de ocurrencia desfigurada, está directamente ligada, es decir, es directamente proporcional, a la mierda de vida que sobrellevamos los seres cubanos desde que nacemos, cuando nos mal desarrollamos, cuando nos mal educamos y hasta el mismísimo minuto final donde transformamos la materia gris, blanca o prieta, que hemos experimentado, para convertirla en desechos menudos pedazos que no sirven ni para alimentar a las bestias carroñeras.
Porque, según dice mi amiga la cínica, en Cuba, después del 1 de Enero de 1959, la inmensa mayoría de cubanos, para no ser absolutos, nacemos muertos en vida, condenados a varias muertes durante el transcursos de nuestras revolucionarias vidas y hasta medio muertos o muertos y medios por causa directa de los malos efluvios de una dictadura cruel y sanguinaria que se apoderó de nuestra Patria, sin darnos derecho a protestar y que rige, por ordeno y mando, nuestras vidas, qué comemos, con qué nos bañanos, qué tomamos, qué sudamos, qué respiramos y hasta qué tenemos que pensar y qué estamos obligados a soñar, si pretendemos vivir un poquito más del tiempo asignado por las leyes del partido comunista.
En Cuba castrista la vida es un bebé que nació muerto, mejor dicho, es un engendro deformado de las conjunciones vitales que necesita cualquier ser humano, o cubano, para estampar sus huellas, demoledoras o no, en los sinuosos caminos de un país, de un pueblo, de una sociedad y hasta en ese maniqueo concepto existencial que llamamos Patria.
Por eso nacer en Cuba, después del 1 de Enero de 1959, más que un acontecimiento vital, es un percance demográfico, un apocalipsis de la existencia y un error fatídico de la naturaleza que se ensañó, con nosotros los seres cubanos, y nos puso, desde que éramos chiquiticos y de mamey, a bailar al son de la Mateodora, a andar La Habana a pasito de conga y a patadas por las nalgas, al que no quiere caldo le dan tres tazas, nos puso la caña a tres trozos, a pedir el agua por señas y a no quejarnos compañeros porque donde nace un comunista mueren las dificultades.
No voy a hablar aquí de la muerte que se ve, que se palpa a diario, de la que se siente, se siente, fidel está presente, porque esa todo el mundo la conoce y, además, se refleja constantemente en las noticias en las redes sociales, en la prensa mundial, en las encendidas arengas de algunos youtubers contestatarios y hasta en algunos escritos, como los míos, que no se cansan de denunciar que los cubanos, los seres cubanos, nuestros compatriotas, se están partiendo agresivamente por causas y motivos que, en cualquier parte del mundo decente, son perfectamente evitables.
Voy a referirme específicamente a la muerte que no se ve, que no está documentada en ninguna estadística de la vida, que no es estudiada por la sociología ni por la industria del buen vestir y que está diezmando muy rápido, agresivamente, la raza cubana, la población general de Cuba incandescente, al punto de constituir hoy la mejor prueba de que el socialismo no funciona, no existe, es inviable y se pudre en nuestras manos, mientras el régimen dictatorial, y algunos imbéciles del mundo antidemocrático, se empeñan en decir que aquí todo está bien y que “to’l mundo e’ bueno”.
Yo digo que, hoy hoy hoy, los seres cubanos en Cuba, y en una buena parte del mundo también, nos morimos principalmente de tristeza, tristeza generada por una o por muchas razones.
El pueblo cubano es el pueblo más triste y es el pueblo más infeliz del mundo. El pueblo cubano mal vive, o sobrevive, en las condiciones más infrahumanas que uno se pueda imaginar y no solo por falta de recursos materiales que propician la existencia, no, el pueblo cubano acusa una muerte espiritual muy grande que se extiende, como un cáncer generalizado, a nuestros niños, a nuestros adolescentes, a nuestros hombres, a nuestras mujeres y qué decir a nuestros ancianos, las principales víctimas de un régimen fantasmagórico que empieza apretándote la cinturita, después te ata las manos y los pies hasta agarrarte por el pescuezo, pero dejándote siempre un minúsculo, un pedacito de vida, para poder extorsionarte eternamente…
Ricardo Santiago.