De todas las formas posibles el castro-comunismo ha devenido en la peor humillación, entre otras muchísimas cosas, que ha sufrido el pueblo cubano, y aquí incluyo tanto a sus simpatizantes como a los que no, en toda nuestra historia nacional.
Y digo esto porque la dictadura castrista, desde el mismísimo 1 de Enero de 1959, echó a andar una especie de secreta “planificación” involutiva, muy bien, pero muy bien estructurada, con la que fue convirtiendo a Cuba, otrora nación floreciente y magnánima, en un triste estercolero de miserias humanas, de destrucción, de improductividades, de desechos espirituales, orgánicos, de putrefacción, de mala vida y de tristes olvidos.
En ese “meandro” de pudriciones, en el que podemos encontrar desde un periódico granma, utilizado en funciones “corporativas”, hasta un chivato hijo de fidel a medio descomponer por tanto daño causado a los seres cubanos, la revolución de los apagones hundió sin remedio a toda una nación pues, sin distinción de credos, ideologías, filiaciones, gustos o disgustos, nos puso a todos a tener que convivir entre los escombros, a saltar “cambolos” atravesados en la vía pública, a abrir bien grandes los ojos para no pisar mierda ajena, a beber agua “comprometida”, a taparnos la nariz para no respirar y “transpirar” los olores de un país podrido, a ser indolentes ante el churre y el abandono, a degustar la inoperancia de ser comunistas o patrioteros y a aceptar el marginalismo, la mediocridad y el mal gusto, como los emblemas de una revolución que, dicen, a mi no me crean, “triunfó” para llevar la luz de la esperanza a todos los rincones de la Patria.
Pero, en la vida real, en la vida que hemos tenido que dispararnos la mayoría de los seres cubanos, e insisto, aquí también incluyo a los seguidores del castrismo, esa “revolución social”, devenida en una sangrienta dictadura totalitaria, mutó la claridad en mentiras, la oscuridad en “espíritu de lucha”, alúmbrame aquí que creo que me cagué fuera de la taza, la miseria en un estandarte social, el odio en la razón de ser de todo revolucionario, el hambre en “resistencia” ante el enemigo, la cara de palo en una máscara muy útil para la supervivencia en el socialismo, la desilusión en una visa para largarnos al otro mundo y la traición entre nosotros, entre cubanos, entre hermanos y hasta entre padres e hijos, en un juego diabólico donde nadie gana pero todos, absolutamente todos, perdemos la confianza de volver a ser un país decente, con luz, con agua potable, con “mucha comida” y con muchísima esperanza reflejada en el rostro de cada ser cubano.
A todos los cubanos debería avergonzarnos la Cuba donde nacimos y que hoy tenemos. De alguna manera somos responsables del enorme estercolero en que la convertimos pues con aplausos intempestivos, deportivos o miedosos, gritos de paredón, paredón, paredón, mentiras “piadosas”, oportunismos “recreativos”, indolencia extrema, superficialidad de clase e ignorancia histórica, le abrimos las puertas a un tirano depredador, parásito e inescrupuloso y nos entregamos a él en bandeja de plástico revolucionario para que hiciera de nosotros cuanto le viniera en ganas y, a cambio, de paso, como quien no quiere las cosas, por ser tan sumisos, obedientes y comemierdas, transformara nuestras vidas en un verdadero infierno.
De la humillación castrista nadie ni nada se salva. El castrismo es una virulencia infecciosa que cuando ataca mata, cuando muerde emponzoña y cuando invade no sobrevive ni el país, ni su bandera, ni su himno, ni su infraestructura, ni su economía, ni la alegría, ni hombres, ni mujeres, ni niños e, incluso, ni sus fieles seguidores o sus desgraciados perros guardianes.
La vergüenza de ser cubano, porque nos asocien a esa asquerosidad de estupideces, absurdos, ridículos, falsedades, abusos e ilógica praxis de vida que hoy es Cuba, crece con la permanencia en el poder, es decir, con la existencia en nuestra realidad consciente, o inconsciente, de esa cruel dictadura que se aferra a su criminal existencia y sobrevive gracias a la complicidad, a la cobardía y a la actitud “antiflogitínica”, de muchos de nosotros.
Los cubanos perdimos nuestra “virginidad” nacional desde hace más de sesenta y tres larguísimos años. Somos un pueblo ultrajado, mancillado y lastimado por una pandilla de inescrupulosos delincuentes que, con astucia, engaños, chantajes, amenazas y desprecios, nos avasalla desde con “el pan nuestro de cada día” hasta con prohibirnos la entrada a nuestro propio país por no “asumir actitudes políticamente correctas”, triste pero cierto.
Ricardo Santiago.