¿Existe o existió el llamado hombre nuevo “orgullo” de la revolución castrista-socialista?
Pues ahí vamos, tratemos de encontrar alguna lógica a esta pregunta que se le resultará un gran disparate a muchos de mis amigos, pero confieso que hace varios días me está dando vueltas en la cabeza y, peor aún, la respuesta me tiene medio trastornado.
En mi modesta, humilde pero sincera opinión sí creo que existió y existe el hombre nuevo de Fidel Castro, bueno, ahora del otro, del hermano, el General sin historias y con “travesuras”.
Pasa que este muchachón, el nuevecito hombre, quiero decir, copia a lo tropical de lo más ácido de las doctrinas del Konsomol estepario, estalinista, “bolcheviquero” y qué frío me da eso ¡coño!, ha sufrido varias mutaciones, transformaciones, metamorfosis y cambia pa’quí y cambia pa’llá a lo largo de estos, larguísimos, casi 60 años.
Para muchos el hombre nuevo del comunismo es el famoso eslabón perdido y no encontrado de la sociedad socialista, un concepto “laboratoriesco” inventado para resaltar los “valores positivos” de una ideología que supuestamente era la mejor del mundo y estaba llamada a transformar la sociedad, los países, el planeta y la galaxia si le daban un chance o una “oportunidad”.
Pero si el socialismo es un fracaso probado, recontra probado y demostrado, entonces a dónde fue a parar su hombre nuevo.
Vamos por partes para no perdernos “otra vez”.
Los primeros hombres nuevos de Fidel Castro empezaron a salir “del horno” a mediados de la década de los 60s con aquellas primeras graduaciones de los llamados maestros “Makarenkos” que, entre muchísimas “responsabilidades”, tenían la misión de “formar” a las nuevas generaciones de cubanos para fortalecer con su nueva moral la patria socialista y garantizar el relevo de bla, bla, bla…
Hasta aquí las clases…
Cuando yo estaba en 6to grado, a principios de los 70s, recuerdo que tuve dos maestras de esas.
Todavía tengo grabada en mi memoria la imagen del aula donde nos impartían las clases. A las paredes no les cabía ni un retrato mas de patriotas, próceres, murales de esto y de lo otro, “rincones” de todo tipo, héroes “convertidos en leyendas”, frases dichas que no entendíamos y, por supuesto, la foto del comandante-tirano en jefe con los ojos bien abiertos y una sonrisita que nunca pude entender de quién se estaba burlando, si de nosotros o de la maestra.
Desconozco si otros niños en otras escuelas y en otras aulas tuvieron que dispararse diariamente un “retablo” tan ilustre que, en mi ingenua mente infantil, y ahora lo confieso con un poco de vergüenza, provocaba más miedo que patriotismo pues no recuerdo la cantidad de noches que no pude dormir porque aquellos “patilluos” se me aparecían en los sueños con un machete o una escopeta en las manos.
Nada, cosas de muchachos.
Mi segundo encontronazo con el hombre nuevo fue en mi primera escuela al campo en 7mo grado. Yo era un niño de mi casa, lo más lejos que había ido solo era a jugar a la esquina de mi cuadra y de pronto me vi a más de 60 kilómetros de mi casa, en un albergue, ¡qué digo albergue!, en un bajareque con literas de hierro y sacos de yute, letrinas y duchas sin puertas y sin techos, con una leche con gofio ahumada que daban en el desayuno que era un verdadero asco y recogiendo cajas y cajas de tomates como unos condenados para demostrarle al imperialismo que “nuestro pueblo” no se iba a morir de hambre.
El jefe de mi brigada era otro de esos hombres nuevos. Su misión consistía en controlar que se cumplieran las normas de producción, que a pesar del hambre que teníamos no nos comiéramos los tomates del pueblo, elevar nuestra moral combativa y que no paráramos de trabajar, trabajar y trabajar.
El tipo era un látigo y nosotros unos niños sin amparo, olvidados y desprotegidos, recuerdo que después de la larga y dura jornada de trabajo el nuevo hombrecillo, es decir, el brigadista, nos llevaba para el comedor del campamento y nos leía fragmentos de discursos del “comandante” y: ¡cuidadito con que alguien se duerma que lo expulso de esta sagrada misión y le pongo una mancha en el expediente!
Nunca he podido olvidar esas vivencias convertidas en verdaderos tormentos, los dolores en el cuerpo por estar doblado tantas horas sobre los surcos de tomate, abrirme los ojos con los dedos para no dormirme en las lecturas político-ideológicas del camarada jefe de brigada y lo peor, y que nunca voy a dejar de recordar mientras viva, esa angustia tan tremenda que me ahogaba por estar separado de mi madre, tenía sólo 11 años de edad.
De aquella experiencia salí tan “fortalecido” que hoy nada mas como tomate por aquello de la vitamina c.
Continuará.
Ricardo Santiago.
Interesante la anécdota que todos pasamos y no logramos borrarnolas, en el caso mío, yo vivía con la «emergencia puesta» porque desde niño jamás pase esa gran mentira.