El cubano de infantería se dispuso a cerrar la ventana. Sacó fuerzas de donde no tenía y paciencia, mucha paciencia, la mayor de las paciencias pues sabía la “gran guerra patria” que debía librar para protegerse, para defender sus “murallas” y para acometer la más simple acción que un hombre, cualquier hombre, necesita hacer para accionar con decencia los “abre y cierra” de la vida.
Los clavos y tornillos, vencidos y oxidados por el tiempo, y porque nadie les prestaba “atención”, se resistían al “movimiento rectilíneo uniforme” de la física cotidiana y a cumplir su ancestral tarea de sujetar las cosas, aun así respiró como pudo, asmático, exigido, y con la ayuda de varios alambres logró, por fin, tapiar el hueco “ventanero” para que, como único propósito, lo resguardara de los ladrones, de los sinvergüenzas y de las lacras de la noche aunque el calor, el fuego tropical que devora la brisa y el aliento, lo cocinaran completico como si durmiera en las mismísimas pailas freidoras del infierno.
Antes echó una última mirada al pedazo de ciudad que le tocaba por la “cuota”, la ciudad de los espantos, la urbe manchada, húmeda, lúgubre y sin sombras para refrescar, su ciudad, la “poma”, como a él le gustaba llamarla, para no olvidar en qué se había trasformado pues tenía el mal presentimiento de que si no la guardaba bien en su memoria la podía olvidar porque, las ciudades destruidas todos queremos echarlas pa’ un la’o y nadie, absolutamente nadie, quiere vivir en ellas.
Entonces reflexionó sobre algo que había escuchado en la cola del picadillo en la bodega “aquella aciaga mañana”, algo que otra cubana de infantería como él, contemporánea con él, presa de la desesperación, de la agonía y del cansancio gritó, como para que las “Naciones Unidas”, los satélites sin rumbo fijo de la izquierda y los “bellos durmientes” del proletariado enardecido la oyeran: “En este país de mierda la vida es una mierda, nos pasamos el tiempo comiendo mierda y nos vamos a morir en la mierda”.
Y, como casi siempre, nadie dijo nada, los otros integrantes del “pelotón”, es decir, la multitud aglomerada, sudorosa y hambrienta, miró hacia otro lado, se desentendió de las “locuras” de la “última mujer irritada” y se mantuvo estoica, protegiendo la “virginidad” de la obediencia socialista, esperando a que a cada cual según su capacidad…, digo, que a cada cual le tocara comprar el revolucionario picadillo, a pasar de los empujones, los “plan jaba”, que la pegasón entre hombres infla la barriga y los alaridos de quién es el último y el primero se la traga.
Para nuestro cubano de infantería esto era, a pesar de los pesares, el “todo cotidiano”. Nació en un país así, creció en un país así y sabía que, si no sucedía el milagro del “diluvio de los jamones y los pitusas”, moriría en un país así, su país “así”.
El muy infeliz no conocía otra cosa. Desde chiquitico lo único que escuchó, reiteradamente, por todas las vías existentes, fue que “brincando el charco” que nos “protegía” del mundo exterior, la vida era un desastre, los ricos se tragaban a los pobres, el desempleo era el trabajo de las multitudes, el hambre y la miseria estaban a la orden del día, la gente vivía en casuchas destartaladas, tener una salud de “hierro” costaba un ojo de la cara y la mitad del otro, los gobiernos no protegían a sus ciudadanos, las kilométricas colas que se hacían eran para mendigar y la policía te daba muchos palos y te mordía por solo defender o exigir tus derechos como ser cubano, digo, como ser humano.
Pero, el mismo se consoló, gracias a fidel, en Cuba no pasaba nada de eso, entonces respiró tranquilo porque, como dijo el hombre del noticiero, en nuestra isla socialista todo marcha a las mil maravillas, los cubanos tenemos garantizada la salud y la educación y los policías, los nagües de la patria aguerrida, son nuestros protectores: “¿Policía tú eres mi amigo?”
¡Ah, bueno! Echó una última mirada al “cuartico está igualito” antes de irse a dormir. Agarró el cartón de huevos vacío que le servía como abanico, lo movió también en un movimiento atrofiado rectilíneo uniforme sobre sus hijos y, por primera vez en la vida de ellos, se percató que su “estirpe condenada a cien años de soledad”, dormía en el mismo catre donde lo hizo su abuelo, en la misma colchoneta donde agonizó su padre y que seguro, a los yanqui dale duro, tendrían los mismos sueños desesperados de…
Continuará.
Ricardo Santiago.