Que a nadie le queden dudas, que no se quede ni un solo mortal medio flojo sin saberlo, que todo el mundo sepa de la pata que cojean esos sinvergüenzas, que el “proletariado” abra bien los ojos y cierre más fuerte “la muralla” pa’ que no se la cuelen fría, que el universo nos oiga clarito a todos los seres cubanos que somos los que más sabemos lo que significa, de verdad, sin vaselina, de a “corazón parti’o”, una revolución, como la castrista, disfrazada de borriquito como tú…, de campesinos y obreros humildes, de rebeldes barbudos, pelu’os y piojosos, de la ricura compartida, de igualito pa’ to’l mundo y de gratuidades, de subvenciones y de los durofríos de fresa de la Gallega primero a diez centavos y después a un peso.
Pero, ok, vamos a hacernos un tilín los tontos, vamos a aparentar, por un minuto, por un pedacito de segundo, que nos tragamos el cuento de que la revolución castro-comunista la “inventó” fidel castro, y la apoyó un mar de pueblo mareado, embobecido por la adrenalina y el alcohol revolucionarios, para defender a los pobres de la tierra, para llevar la luz de la “esperanza” a todos los rincones de un país que calificaba como la quinta economía del continente americano, para proveer derechos, justicia y piedad entre sus ciudadanos con independencia de sus creencia religiosas, políticas o de sus sentimientos amorosos, para desarrollar un país más allá de los límites de la abundancia y para que los hombres y mujeres, de esa isla encantadora y mágica, no tuviéramos que sonarnos tremendas perras colas, y darnos puñetazos, para comprar un jabón con qué lavarnos las nalgas como Dios manda.
El caso es que la gracia, la euforia revolucionaria, el aspaviento de año nuevo, que con tanta pachanga festejamos aquel 1 de Enero de 1959, nos ha costado a los cubanos sangre sudor y lágrimas, nos ha puesto a rabiar las peores tristezas de toda la historia de la humanidad, tener que tragarnos las más infames masturbaciones, “ay mami, qué rica tú estás…”, de una casta de tiranos sin escrúpulos y nos ha obligado a vivir, por más de seis larguísimas décadas, caminando con las piernas apretadas, los brazos pegaditos al cuerpo, la barriguita pegada al espinazo, “las ilusiones perdidas”, el pecho que parte el alma y la cabeza baja, muy bajita, bajitica, tan bajita que nos damos trompicones los unos contra los otros para poder, sin argumentos participativos, echarle la culpa de nuestras desgracias al tremendo embargo económico que nos sonó, por frescos, atrevidos y comemierdas, los Estados Unidos en Octubre de 1960.
Pasa que en la concreta, en el arte del saber y del sabor, los cubanos, casi todos, la inmensa mayoría, nos fuimos con la de trapo, nos quedamos bizcos ante los lanzamientos a “bola lenta” de la vida y, como dice mi amiga la cínica, por esa absurda condición adquirida de creernos los chenche buchenche, los lindos de la película, que Elpidio Valdéz le gana a Superman y que nos la sabemos todas, involucionamos como sociedad, como país y como nación, a un estado ni líquido, ni sólido ni gaseoso, un puntico muy extraño de la raza humana, donde convertimos ciudades prósperas en aldeas malolientes, a lujosos automóviles en chivichanas socialistas, a hermosas calles y avenidas en agrestes terraplenes, a señores en compañeros, a bien lavados y planchados “suits” en uniformes de ETECSA, a Supermercados muy abastecidos en bodegas con productos racionados, a la enseñanza pública en adoctrinamiento, a la libertad en un pasaporte dictatorial, a la mierda en materia prima de una revolución y, lo peor, lo que definitivamente nos terminó de poner la corona como los reyes del absurdo, a la vida, a la buena vida de vivir, en una supervivencia destructiva donde solo logran “salvarse” quienes se sometan a la dictadura castro-comunista, quienes no tengan dignidad, quienes prefieren vivir en cuatro patas y quienes traicionan o chivatean hasta a la madre que los parió.
Nosotros los cubanos, repito, la inmensísima mayoría, cavamos solitos la letrina más honda, más hedionda y más contaminada que ojos humanos han visto. Un crimen, es decir, un suicidio masivo, un mátese quien pueda descomunal, exagerado y superlativo, para un pueblo con tan poquitos “pueblerinos”, para un país tan pequeñito y para una islita que nunca debió perder su condición de paraíso terrenal en este bendito planeta… azul.
Ricardo Santiago.