Yo digo que el cubano, que los seres cubanos, los de los últimos tiempos para acá, para ser más precisos, de 1959 hasta la fecha, nos hemos desprestigiado mucho, nos hemos desteñido tanto, que hoy la bandera nacional, nuestro orgullo patrio, malamente exhibe un rojo y un azul muy claritos, ejemplo vivo de cuánto hemos incidido, directa o indirectamente, en que Cuba sea uno de los países más miserables del mundo, en que nuestra nación sea un picadillo mundial de almas en pena y en que muchos, muchísimos de nosotros, sintamos una profunda pena, una honda tristeza, por la Patria que tenemos.
Y en nada nos ayuda quejarnos, de nada nos sirve encontrar culpables porque, si usted lo analiza bien, todos, absolutamente todos los cubanos, de una forma u otra, tenemos algo de responsabilidad en la destrucción física y espiritual de nuestro país, somos co-autores, de frente o de espaldas, de la deplorable situación que adeudamos como nación y como “raza” y somos los únicos verdugos de la hermosa isla que una vez, cierta vez, cualquier tiempo pasado fue mejor, en el caso nuestro aplica perfectamente, nos legaron nuestros ancestros.
Porque para ser consecuentes con nuestra gran desgracia nacional lo primero que tenemos que ser es honestos, cada cual reconocer la parte de culpa que tiene si es que queremos, de una vez por todas, empezar a cambiar nuestro destino, enderezar el absurdo camino que nosotros mismos torcimos el 1 de Enero de 1959 y encaminar el rumbo hacia la belleza, hacia la virtud, hacia la decencia y recuperar, de una vez por todas, nuestro patriotismo y nuestra cubanía.
En nada nos beneficia, dice mi amiga la cínica, ir a la Iglesia en la mañana a “purificar” nuestras almas si por las noches, o un ratico después, le clavamos a un amigo, a un hermano o a un simple compatriota, un puñal por la espalda, le ponemos las trampas de la vida o denigramos al vecino como si el pobre tipo fuera nuestro enemigo jurado número uno.
De tales malas acciones, afirmo yo, hemos engordado nuestra nacionalidad y el resultado, el triste y vergonzoso resultado, es que hoy por hoy muchos nos rechazan por mentirosos, por delincuentes, por estafadores, por vulgares, por criminales de marca mayor, por ser unos revolucionarios sin revolución y sin na’ y por pretender cabalgar, otra vez, por la independencia de Cuba pero, ahora, rentando aviones que no van a ninguna parte, llenando contenedores sin rumbo fijo, comprando enormes propiedades en el sur de La Florida, chupándole el huesito al pollo y gritando viva Cuba libre desde un sofá calientico y cómodo, que aquí en cualquier mueblería de Miami cuesta unos dos mil o tres mil dólares, y no en la manigua redentora.
Esa es nuestra triste realidad, en Cuba, dentro de la isla que una vez fue la más hermosa del mundo, repito, los nativos, los habitantes autóctonos de esa región del planeta, los que quedaron atrás porque no alcanzaron ni puertas ni ventanas para saltar al «vacío», los que se hunden en el hambre, en la miseria, en la indigencia y en la locura todos los días, gritan por auxilio sin que muchos de nosotros queramos escucharlos, piden perdón cotidianamente por la perra muerte que tienen que vivir y rezan, suplican, porque una estrellita fugaz, de esas que tanto abundan en el cielo, se despetronque hacia la tierra, les caiga en la cabeza y se los lleve a algún lugar donde la vida no sea muerte y puedan contemplar cosas bonitas.
Por eso repito, y es mi criterio y responsabilidad, que el sello de la cubanía se convirtió, a la vuelta de sesenta y seis larguísimos años, involucionando con esa maldita revolución de los apagones más largos del mundo, en toda una vergüenza nacional, que el cubano perdió su orgullo, es decir, la admiración que tenía por su país pues de una tacita de oro anclada en medio del Mar Caribe hoy tenemos una letrina pestilente, a la deriva, si un futuro cierto, mendigándole a los cuatro vientos por luz, por pan, por medicinas y por un poquito de suerte.
Y, como me gusta insistir, somos los únicos responsables en el daño causado pero, también, en enderezarnos el camino. Tenemos que asumir con madurez, con vocación y con patriotismo, que salvar la Patria, para nuestros hijos y para nuestros nietos, es nuestro juicio final y que, de una vez por todas, tenemos que admitir que solo lo lograremos erradicando para siempre las penas que a mi me matan, léase castro-comunismo, y poniéndole un pare, un freno, a la pléyade de oportunistas que viven del dolor ajeno y que se han multiplicado, hasta por gusto, en los últimos tiempos.
Ricardo Santiago.