Cuba, un país en la miseria, una dictadura asesina y un pueblo “fantasma”.

Cada año que pasa para Cuba, amen de las promesas de un “futuro” mejor, anunciadas por ese maldito régimen en la boca de su títere del agüita fría y del arroz sin pollo y sin arroz, la vida se deteriora junto con el estado estructural y anímico del país, es decir, la caña, cuando aparece, se pone a tres trozos por cabeza y el cubano, los seres cubanos, los obreros, los campesinos, los estudiantes y hasta algún que otro intelectual contestatario, se depauperan con un hambre que ya es pandémica, se destruyen con la miseria cotidiana, se asfixian con la indigencia de sus pobres almas, se pierden en la locura de sus ahuecadas calles, se consumen de tristeza sin remedio y son víctimas de una muerte prematura por excesos de represión, por enfermedades fácilmente curables y por el olvido voluntario o involuntario de casi todos nosotros.

Desgraciadamente ese es el horrible panorama del cubano de hoy, de la gente que por obligación tiene que vivir en aquel maldito infierno revolucionario y de un pueblo que, a pesar de que un día apoyó semejante disparate ideológico, que dio vítores gratuitos a una revolución tan traicionera, nunca pensó que tras más de sesenta y seis larguísimos años se encontraría sobreviviendo en tal estado de pobreza extrema, estaría tratando de escapar en masa compacta de tamaño agujero sin fondo y viviría muriendo una desagradable existencia quejumbrosa que, más que vida de morir, se asemeja a las almas en pena que pululan los rincones más oscuros del quinto precipicio.

Porque, al final, en el estado de mendicidad creciente en el que viven la mayoría de los seres cubanos que no tienen voz, ni zapatos, ni ropas, ni casa, ni medicinas, ni luz eléctrica, ni derechos civiles o humanos, ni libertad, ni razón de existir y ni fuerzas para seguir viviendo, es culpa de todos nosotros, es responsabilidad de un pueblo que dio la espalda a Dios para adorar, así mismo como lo digo, para venerar con inmunda docilidad aterradora, a un tirano ególatra, a un dictador auto-suficiente insuficiente, a un criminal, a un asesino, a un ladrón que, lejos de salvarnos de otra supuesta dictadura, nos condenó para siempre a vivir de rodillas, a pedir el agua por señas y a alumbrarnos con la luz que en tus ojos arde.

Por eso a veces pienso que nosotros los cubanos hemos perdido el sentido común, el rumbo, la inteligencia y la mayor parte de las neuronas de pensar con las que llegamos a este mundo. Somos un pueblo, salvo una ínfima minoría de bendecidos, que no es capaz de ver el origen real de nuestros problemas, es decir, señalar al verdadero culpable de nuestra gran desgracia nacional y nos debatimos entre la vida y la muerte o en encontrar para culpar en el cuarto de los aparecidos, a quienes nada tienen que ver con nuestra destrucción, con nuestra inanición, con nuestra terrible bomba atómica, con nuestros miedos y con nuestro fracaso.

La realidad del cubano de hoy, la constante existencial baldía de nuestra comunidad, son el hambre física y existencial que nos caracteriza y nos define ante el mundo. Porque eso sí, el ser cubano de hoy, donde quiera que nos encontremos, tenemos, cargamos con nosotros, somos poseedores, de las muchas hambres con las que nacimos en Cuba y muchos de nosotros, a pesar de hoy sentarnos en mesas bien servidas a la orilla del mar o del camino, no somos capaces de saciarnos, de empacharnos los recuerdos o de eructar satisfacción, porque escapamos de Cuba, de aquel maldito infierno comunista, sin medio cerebro funcionando y con más absurdos en la barriga que buenas ideas para sembrar un pino.

La realidad es que Cuba hoy posee en sus entrañas de nación fallida una mezcla letal, una alquimia de elementos perdedores que lejos de vislumbrar el tan manoseado futuro prometido nos señalan con cruces, en el monte del olvido, que perdimos el camino hacia el desarrollo, hacia el progreso y hacia la verdad y la vida.

La miseria nos devora desde los patria o muerte, la dictadura es dueña hasta de nuestras almas, el socialismo es el mayor monumento erigido por nosotros al apocalipsis, la educación más elemental se enterró seis metros bajo tierra para que no la matara las malas palabras, el cubano descalzo deambula como alma en pena, como un fantasma desnudo por las calles de mi barrio y la estupidez se convirtió en el mayor producto exportable de esa nación en ruinas, triste pero cierto…

Ricardo Santiago.

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