Soy partidario, totalmente consciente, de que un alto por ciento de la extrema violencia que hoy inunda la sociedad cubana, es consecuencia directa de dos factores muy ligados a esa podrida ideología que es el castro-comunismo.
La primera, el terrorismo ejercido contra el pueblo desde las estructuras del poder dictatorial y, la segunda, la crisis económica continuada que padecemos los seres cubanos desde hace más de sesenta y tres larguísimos años y que nos ha enseñado, desgraciadamente, que para sobrevivir en un medio tan hostil, tan agresivo y tan inhumano, como es el socialismo, hemos de “matar” si fuera necesario.
Y es que en el socialismo, en ese régimen improductivo, incapaz, mediocre, ineficiente y absurdo, la muerte adquiere diferentes dimensiones y se “asesina” de muchas formas y maneras, incluso, “sin que nos quiten la vida”.
Lo triste de esta historia verídica es que nosotros los cubanos nunca fuimos así, más bien todo lo contrario, éramos, antes de Enero de 1959, un pueblo noble, amantísimo, solidario, de honor, cívico, amigo de los amigos y hombres a todo que cortejábamos con poemas y flores a la esposa amada y le soltábamos un lujurioso, pero respetuoso, piropo a la mujer de Antonio que camina así, camina así…
La inmoralidad y la falta de respeto nos llegaron después. Yo digo que de tanto gritarle a los yanquis y soltarle aquellas bravuconadas de si se tiran quedan, no les tenemos miedo y un montón de imbecilidades más, se nos torció el destino al cambiar la buena educación por el vulgarísimo grito de patria o muerte, venceremos, que nos marcaría como la nueva chusma comunista de un planeta que nos observaba boquiabiertos, con mucha lástima y con su poquito de asco.
Porque el castrismo nos empujó a la chusmería y a la vulgaridad, eso pónganle el cuño. Nos hizo creer, a fuerza de desfiles patrioteros y mítines de repudio a quienes tuvieran una actitud diferente a la línea del partido comunista, que éramos libres para ofender o para lastimar y con muchos, con muchísimos lavados de cerebro, aprehendimos que ser “fino” y educado eran un rezago del capitalismo y no los auténticos valores de una República que se construyó sobre la base del respeto, el honor, el decoro y el pensamiento de sus Padres Fundadores.
En Cuba, y es bueno recalcarlo, antes de la llegada de Colón, digo, del castrismo, la educación, la urbanidad, el respeto y la decencia nacional, estaban por encima de posiciones económicas, políticas, sociales y culturales.
Por eso digo que las últimas generaciones de seres cubanos somos el fruto de un Estado represivo, violento, intolerante, déspota y cuartelero que, de una forma u otra, todos llevamos dentro y que se manifiesta en nuestras actitudes cotidianas y nos ha marcado hasta en el enfrentamiento a la bestia castrista imposibilitando esa unidad de la que muchos hablan y con la que otros sueñan.
Pero también somos, los seres cubanos, el resultado de una inhumana crisis económica que tiene más seis décadas y que nos ha endilgado un espíritu raspón con el que hemos estado arañando esta perra vida de revolucionarios, de patrioteros y de socialistas, que nada tiene que ver con nosotros y donde el buche amargo ha sido la consigna más real de nuestra fidelista existencia.
El cubano lleva más de sesenta y tres larguísimos años viviendo de a poquitos, soportando escaseces, racionamientos, faltantes, segundas vueltas, no hay, no ha llegado, se acabó y chúpate el de’o, más tenebrosos que la mente humana puede soportar. Una triste realidad que nos ha llevado a guardar hasta el cachito de pan debajo de los colchones y a armarnos de una violencia insospechada porque salir a la calle, a intentar conseguir algún alimento para ponerle en la mesa a nuestros hijos, es un verdadero enfrentamiento a los gigantescos molinos del hambre, de la miseria, de la desolación, de la soledad y de la muerte, que nos impone el castro-comunismo.
Y, desafortunadamente, en eso nos convirtieron. A fuerza de raspar la vida para no caernos redonditos en medio de la calle, por inanición o por el vicio de tener el estómago vacio, hoy somos seres portadores del gen de una estrambótica violencia que nos acompaña donde quiera que vamos y si, por casualidad, es a la cola del pan, de los huevos o para comprar un mísero pedazo de pollo imperialista, entonces se duplica, afila las garras, entrecierra los ojos y salta en el momento justo para arrancar la yugular de quien se atreva arrebatarnos “nuestra patria”, perdón, mi turnito en la cola que estoy aquí marcando desde las cinco de la mañana…
Ricardo Santiago.