La tragedia más terrible, aterradora, horrorosa y espantosa, que sufrimos los seres cubanos, es que el castrismo no es una enfermedad que se cura tomando una medicina, un cocimiento o dándonos unos “baños” con espanta muertos, no, el castro-comunismo es una maldición que se apoderó de nuestra Patria, que se nos metió hasta el tuétano y que no nos quiere soltar aun cuando es muy evidente, perceptible, sufrible y traumática, la destrucción física y espiritual a la que ha arrastrado a Cuba, a una buena parte del mundo, y lo miserable que nos ha hecho la vida a todos los seres cubanos.
El castrismo es un mal tan desagradable y persistente que en más de sesenta y tres larguísimos años, de insoportable agonía, no hemos podido quitárnoslo de encima.
El castro-comunismo ha devenido en la mayor catástrofe, incluyendo las naturales, que hemos sufrido como nación, desde 1492, cuando el Almirante Cristóbal puso sus intrépidos pies en una de nuestras hermosas playas, de arena fina y Pilar…, y hasta el sol de hoy que la pandilla de los “comandantes” tiene secuestrado, ultrajado, mordido, masticado y tragado, el poder en nuestra Patria, con el cuento de que “tumbaron a Batista” para restablecer la democracia, la Constitución de 1940 y la mermelada de guayaba con quesito crema por la libre.
Y la única verdad es que a Batista lo “tumbaron” los americanos cuando le retiraron el apoyo “incondicional”, o alguien aun cree la “fábula guerrillera” de los barbudos alzados, o los alzados infestados, pues los piojos se los estaban comiendo vivos, “rompiendo montes y ciudades y cambiando el curso de los ríos…”.
Está absolutamente demostrado que en toda la historia de la humanidad ningún grupo de insurgentes mal armados, mal comidos, mal hablados, mal pensados y mal bañados, ha derrotado a un Ejército Constitucional si es que este último no lo permite.
¡A otros con ese cuento!
El tema es que esta ha sido la mayor mentira, inventada y sostenida por la historiografía oficialista castrista, para inculcar en el pueblo cubano la imagen fantasmagórica de la invencibilidad de fidel castro y de su revolución salchichera de rotundos disparates.
Lo que nunca esos Tía Tata cuenta cuentos, de la falsa epopeya libertaria del castrismo, se atreverán a decir es la cantidad de traiciones, mentiras, estafas, malversaciones y tergiversaciones de la verdad que tuvieron que “documentar” para hacer prevalecer el mito de “se acabó la diversión llegó el comandante y mandó a…”
Y es que lo que hemos sufrido los cubanos, en estas seis décadas de tibor del socialismo, supera con creces lo vivido en los más de 450 años que antecedieron la “llegada” al poder en Cuba de los hermanos castro y su orquesta, es decir, pudiéramos elaborar una lista casi infinita con cada uno de los crímenes, atropellos, mutilaciones, laceraciones y vejaciones cometidos por esos demonios contra nosotros y no nos alcanzaría el tiempo para, entre muchas tristezas, llorar a nuestros muertos en muerte y en vida.
Los cubanos, como una película del cine del realismo socialista, repetida y repetida hasta la saciedad, también hemos visto, después del 1 de Enero de 1959, la segregación familiar por diferencias políticas, la estandarización del odio y la envidia a niveles estratosféricos, la ridiculez y el absurdo como medallas colgando de la deshonra, la corrupción más descarnada y el hambre, esa que duele, que duele mucho, que empieza con un jalón de tripas, que nos hace mirar al cielo y preguntemos “ay, mamá, de dónde son los cantantes”.
¿Cuántas generaciones de seres cubanos han vivido racionadas, controladas, desabastecidas y comiendo las porquerías más indecentes que ojos humanos han visto?
No quiero mencionar, ni criticar, los “manjares” que le vende la revolución castrista al pueblo cubano por respeto a los hermanos que aun tienen que comerlos como única opción, pero sí diré que mucha vergüenza y un asco que todavía hoy me retuercen las tripas de solo pensarlo.
El castrismo llegó a Cuba como una pandemia secreta, como un gas tóxico, muy tóxico, como una fiebre contagiosa que fue pasando de cuerpo en cuerpo sin que nadie pudiera notarlo, advertirlo, como un brote diarreico que la mayoría achacó a un alimento mal elaborado o como una plaga invisible que lo fue engullendo todo, absolutamente todo, primero a dentelladas cortas, buches amargos, mordiscos desesperados y tragos que se nos fueron “por el camino viejo”, hasta succionar las ideas de los hombres, devorar el aire que suspiro, apagar la luz “que me ilumina”, desvencijar la naturaleza del verde retoño y devorarnos la vida completa, completica, sin darnos derecho a protestar.
Ricardo Santiago.