La libertad de pensar, de soñar, de querer, de reír, de llorar, de gritar, de caerse y levantarse, de amar a quien nos da la gana, de comer, de hacer dietas, de abrazar, de crear, de disentir, de jugar, de dormir, de trabajar, de mudarse, de burlarse y hasta de joder es tan necesaria que los hombres, en disimiles momentos de la historia de la humanidad, han hecho hasta lo imposible por tal de alcanzarla, aun a costa de su propia vida.
Yo digo que la libertad es un concepto muy personal, una interpretación de cada cual. Existen tantas formas de “libertad” como personas quieran alcanzarla. La libertad es la disposición que tiene cada hombre o mujer para vivir la vida que tiene e interactuar con ella, transformarla, cambiarla y mejorarla.
La libertad más que todo es un estado mental que se logra rompiendo las cadenas que nos atan al tedio, a la inercia, a la rutina, al desamor, a los miedos, al odio, al rencor, a la envidia, a las ofensas y a la desesperación. Hay que tener los ojos bien abiertos, muchas “alas” en el corazón y saber alcanzar nuestras metas sin dañar a los demás, solo así podemos empezar a ser libres.
El problema es que a nosotros los cubanos nos tergiversaron, enredaron, enmarañaron y trastocaron el concepto de libertad por el ridículo panfleto castrista de: Cuba jamás será colonia de “nadie”.
Me explico: Para el castrismo libertad es que los Estados Unidos no se “apoderen” de Cuba. Según esos “patriotas” de la mala suerte los cubanos somos un pueblo “libre” porque el imperio del Norte no nos ha podido “doblegar”, no nos ha podido “derrotar” y no nos ha podido “vencer”.
Pero yo digo que hay que ser muy, pero muy, pero muy recomemierda en esta vida, y en cualquier otra, para convertir algo tan bello, tan fundamental y tan necesario, como la libertad de un pueblo, en un discurso tan simplista, tan absurdo, tan patriotero, tan estúpido y tan anti-cubano como esa falacia de la “invencibilidad” de la revolución castro-comunista frente al “enemigo” imperialista.
Pasa que el imperialismo que nos vendió el castrismo como el enemigo público número uno de los seres cubanos, “enemigo” por el cual cavamos enormes e interminables trincheras de piedras, y de ideas, nunca nos hizo el menor daño, nunca destrozó nuestra economía, desbarató nuestras ciudades, pudrió el alma de nuestra nación y nos hizo a casi todos los cubanos indigentes y miserables.
A veces pienso cómo no nos caímos en esas “profundas” trincheras y nos fuimos a juntar con los chinos de China. Tan es así que el odio al invasor, al inexistente invasor de nuestros últimos 60 años, terminó por despertarnos un gran interés y salimos corriendo pa’allí, donde el “brutal” enemigo, en lo que fuera, en la guagüita de San Fernando, navegando en un barquito de papel sin cambiar el rumbo, pa’ allí, “donde las aguas son más salobres”.
Al final los cubanos, después del 1 de Enero de 1959, somos los cimarrones del Siglo XX. Fue tanto el látigo del mayoral, fue tanto “el cepo y la tortura”, fueron tantas las cadenas que nos obligaron a cargar, a arrastrar y fue tanta la sed que nos hicieron pasar que decidimos cagarnos literalmente en esa “libertad” castrista y lanzarnos hacia lo desconocido porque, y esta es la verdad más grande que existe, nada puede ser más asfixiante que la mierda de vida que nos ofreció, nos vendió y nos impuso esa fatídica revolución del picadillo.
Y yo insisto en que la principal y más importante libertad que existe es la del individuo. Un hombre es libre cuando tiene la capacidad de decidir sobre su propia vida sin que doctrinas, ideologías, políticas o leyes le marquen el rumbo o le impongan cómo pensar y qué decir.
Si analizamos bien el castrismo lo único que hace es castrar, silenciar, secuestrar y prohibir la libertad a todos los cubanos. En Cuba nadie es libre. La sofisticada maquinaria de represión y vigilancia de la dictadura se ha diseminado de tal forma por todos los estratos de la sociedad que el cubano de hoy, para poner un solo ejemplo, puede gritar a todo pulmón, sin que nada le pase, “yo soy Fidel”, pero tiene que decir bajito, muy bajito, “que hambre tengo cojones…”, un susurro con el que tiene que atragantarse todos los días porque si alguien lo escucha… yo no quiero ni imaginarme…
Ricardo Santiago.