Hace unos años empezó a tomar fuerza este tema de la igualdad social, de la igualdad de género, de la igualdad de los “iguales”, del igualitarismo liberal, del wokismo fundamentalista y del parejito pa’ to’l mundo como justificación al desorden, a la inmoralidad, al relajo, a las perversiones, a la depravación moral y a todo lo que signifique romper el orden establecido, acabar con las normas de conducta, destrozar la decencia, idiotizar la lógica y menoscabar los cánones sociales aceptados y aplicados por las generaciones que nos antecedieron y que nos marcaron, según como yo lo veo, el camino del honor, del respeto y de las buenas costumbres.
Algunos me acusarán de retrógrado, de intentar frenar el desarrollo con mis “manos”, de quedarme varado en el tiempo y es cierto, les doy la razón pues, y lo he comprobado en mi diario funcionamiento con mis semejantes y con mi entorno, soy de esos hombres del tiempo de antes que prefieren hablar por teléfono y no por mensajes, decirle de frente a una mujer que es muy hermosa, soy a los que les gustan todos los pelos del cuerpo y los que entienden que el amor, el verdadero amor, se hace donde y a la hora que nos agarren los temblores del cuerpo sin cruzar la línea del exhibicionismo.
Por esas andamos, tratando de actuar lo más humanamente correcto sin agredir a nadie, sin transgredir fronteras ajenas y respetando el criterio de los demás siempre y cuando no traten de violentar mi inteligencia o la de los que me rodean, es decir, soy un tipo al que, a veces, le cuesta mucho adaptarse pues me resulta muy difícil, en estos tiempos de vulgaridad, de chusmería y de violencia gratuita que vivimos, encontrar a personas que piensen, se comporten o actúen como yo.
Yo, como lo he dicho otras veces, nací en Cuba en el siglo pasado, soy, aunque me resisto muchas veces, o todo el tiempo de mi contrarrevolucionaria existencia reconocerlo, un producto formado e instruido por la revolución castrista, por ese socialismo de alcantarillas con su alta, con su altísima dosis de adoctrinamiento, con una desproporcionada malformación de la historia de mi país y del mundo y con todas las mentiras y las falacias que nos indujeron los castro-comunistas para lavarnos el cerebro y doblegarnos el alma, con la siniestra intención de convertirnos en los hombres nuevos nuevecitos del Siglo XXI.
Así que esa cantaleta de la igualdad, de que todos somos iguales, de que todos tenemos los mismos derechos y las mismas oportunidades, para mi, y creo que para mi generación, no son nada nuevo, es más, son una ampliación de aquellos falsos conceptos que intentaron inculcarnos para hacernos creer que viviríamos en un país de equivalencia, en un país de progreso donde nadie tendría que preocuparse por el color de su piel, por su preferencia sexual, por su vocación religiosa, por su manera de ver la vida y hasta ni por su forma de pensar.
Pasa que toda esta parafernalia de supuestas libertades, derechos e igualdades, no pasaron de ser un mero instrumento de sometimiento emocional de los que muchos, muchísimos, fuimos víctimas, fuimos utilizados, incluso, para extender las “benevolencias” de una doctrina con las que, desde los sesentas del siglo pasado, se viene arrastrando voluntades, engatusando sensibilidades y machucando cerebros en Cuba y en buena parte del mundo también porque, y esta es mi conclusión final, el ser humano, y el cubano, están más necesitados de oír una mentira que sea bonita que oponerse con criterio a quienes le quieren imponer la muerte en vida.
Ahora estamos viviendo un fenómeno muy peligroso a nivel global y es la institucionalización, a gran escala, del veneno castrista de los iguales igualitos. Una agenda tóxica, muy tóxica, para «defender» a las minorías de diferentes “coloraturas”. Lo terrible de esta historia es la victimización descarada a individuos, actitudes y comunidades, para utilizarlos en el enfrentamiento, en la lucha, en la “cabalgata justiciera”, que tienen algunos, gente con mucho dinero, por cierto, contra el orden establecido y contra el sistema capitalista.
A mi, y lo voy a reconocer públicamente, me resultan patéticos estos movimientos de “personas diferentes” con sus partes rotas, con sus vergüenzas al aire y con sus cerebros manipulados, profiriendo gritos de “igualdad” e intentando que les reconozcan cuando, y esta es la única verdad que tienen que entender, todos somos humanos, somos la raza humana, con su diversidad y con sus matices, así de simple…
Ricardo Santiago.