No nos quedan dudas, después de más de sesenta y cinco larguísimos años de soportar una revolución de apagones, una revolución de fosas reventadas, una revolución de apaga y vámonos pa’ donde sea fidel, pa’ donde sea…, los cubanos, los seres cubanos, estamos más que convencidos que metimos la pata hasta donde dice made in bolsa, que nos equivocamos de lo lindo por creernos más proletarios uníos que el resto del mundo y que nos cagamos fuera del “toilette” por aquello de no tener visión de futuro, por no tener conciencia política y por estar demasiado entretenidos con el bonche, la jodedera y el choteo nacionales.
Fue así como, sin darnos cuenta, sin que midiéramos realmente el alcance de nuestra grandísima estupidez, el castro-comunismo, en su edición más feroz, más perversa y más oportunista, se apoderó de todos nosotros, nos puso la adarga del insomnio al brazo y nos metió por nuestros culos cuanta banderita del 26 de Julio fuimos capaces de tolerar por aquello de creer, de confiar o de suponer, que se pueden subir escalones en la vida, peldaños en la oscuridad, que se pueden arrancar con facilidad los marañones de la estancia abrazando de a porque sí las diabólicas doctrinas del socialismo, la dialéctica del materialismo inconsecuente y las películas del realismo socialista soviético donde los capitalistas son los malos y los obreros unos tontos de capirote, perdón, los buenos que comen con gusto pan negro y marchan alegremente con los zapatos rotos.
Y es que, según como yo lo veo, esa generación consciente de Enero de 1959, o estaba muy entretenida, se hinchó demasiado con tanto jubileo o se dejó convencer muy fácil de que andar con los zapatos rotos era lo mejor para Cuba, que no fue capaz de ver que, en materia de Constitución de la República, en asuntos de desarrollo económico, cultural y social y en cuanto a poseer las estructuras necesarias para crecer exponencialmente, lo teníamos todo, estábamos bien creciditos y no necesitábamos que ningún armador de revoluciones pendejas viniera a arreglarnos la vida, nos hiciera creer que el tipo era lo mejor que nos pudiera pasar y nos cambiara el buen rumbo a toda vela que teníamos para imponernos, a punta de pistola, un socialismo de alcantarillas que nos hundiría para siempre en el pozo del hambre, de la miseria, de las angustias y de la locura.
Necesito que alguien me desmienta, que me ponga en mi justo lugar porque, después de sufrir por más de cuarenta años los azotes, el vendaval de obscenidades y la criminalidad de un Estado totalitario, enemigo del pueblo y absolutamente dictatorial, a mí, lo que es a mí, me quedó muy claro, transparente, que la revolución castro-comunista que tanto defendimos y a la que hemos ayudado a mantenerse en el poder por más de seis décadas, y pica y se extiende, ha devenido en el mayor verdugo, en la consolidación de las fuerzas oscuras y en la maldad estacionaria a gran escala, que un país y su pueblo pueden soportar.
La realidad es visible, la destrucción, la indigencia física y espiritual, la agonía ciudadana y el exterminio programado del patriotismo y de lo más excelso de nuestra cubanía, son palpables, son notables y demostrables a lo largo y ancho de esa isla agónica, de ese archipiélago desnutrido, transformados en la lujuria de muchos y en la prostituta de unos cuantos, convertidos en fuente de enriquecimiento ilícito de propios y ajenos pues, por desgracia y por nuestra culpa, de ella extraen cuanto pueden para armar sus castillos, para construir sus hoteles y para «generar» convulsiones antisociales desde una mesa servida opíparamente cada mañana de nuestra vergonzosa existencia.
La desgracia cubana es un mal que no le deseo ni al peor de mis enemigos. La enfermedad mental que provocan las ideas de izquierda son una afección muy contagiosa, un virus asintomático que se apodera de los débiles pero que defienden los oportunistas para generar el caos, el desorden y la permanencia de la ilógica, con fines y ambiciones de poder, con intereses que van más allá de la solidaridad y de la igualdad, con agendas encubiertas para imponer el descalabro de la humanidad y con un odio taimado que subyace en cada una de sus proyecciones, para desestabilizar al mundo y, a la larga, destruir la única humanidad que conocemos.
Ricardo Santiago.