En Cuba, desde hace muchos años, yo diría que desde el mismísimo 1 de Enero de 1959, aunque algunos defiendan que al principio se vivía mejor, se comía mejor por aquello de las compotas búlgaras, de los ajíes rellenos, no me acuerdo de dónde carajo eran, de las latas de arroz a la jardinera o de las de carne rusa, nosotros los cubanos vimos como fue desapareciendo, poquito a muchito, el paraíso terrenal que teníamos, que habíamos logrado construir con respeto a la propiedad privada, para dar paso a un infierno socialista donde todo, absolutamente todo, para el pueblo de a pie, por supuesto, fue transformándose en oscuridad, en sequía, en hambre perpetua, en miseria revolucionaria y en indigencia internacionalista.
Y toda esa depauperación sistemática y sostenida fue por el capricho, por la negligencia, por la indecencia y por el descaro superlativo de un hombre que quiso poner por delante su ego y sus ambiciones personales antes que el bienestar de todo un pueblo, antes que continuar desarrollando a un país en todos los sentidos y antes de entender que la verdadera colectividad, el genuino bienestar, se logran cuando se defienden a capa y espada los derechos individuales de los seres humanos y cubanos.
Pero nosotros los cubanos nos privamos con tantos discursos vacíos y nadie nos dio un brinco. Quisimos creer lo que nuestros ojos nunca vieron y decidimos apoyar a un fantoche terrorista que, armado de una arenga populista, de una verborrea fantasiosa y de mucho odio contra nuestros mejores vecinos de toda la vida, nos fue colando poquito a poquito, suave y despacito, la peor desgracia que puede sufrir una nación y un pueblo que es permitir, doblegarse y asumir eternamente, una dictadura totalitaria feroz, despiadada e inhumana, que nos amordazó para siempre la lengua, el cerebro y las neuronas de pensar, al punto de tenernos hoy, tras más de sesenta y cinco larguísimos años, pidiendo el agua por señas, haciendo enormes filas para comprar el pollito norteamericano y el perrito (?), porque el pescadito ni el sol, y blasfemando por un rayito de luz, por una simple transparencia o por un clarito de Luna, porque estos apagones me van a acabar con la poca existencia que me queda.
Yo digo, primero, que en Cuba teníamos que haber respetado la propiedad privada fuera de quien fuera y fuera de la nacionalidad que fuera, que esa ola de nacionalizaciones que quisimos levantar con aquello de que, de la noche a la mañana, nos convertimos en un pueblo “nacionalista”, fue una gran estafa, una mentira sostenida y apoyada por un extraño subidón de adrenalina revolucionaria que ni iba con nuestra idiosincrasia ni pegaba con los excelsos valores humanos que, como nación, habíamos alcanzado en todo nuestro período republicano.
Porque, es verdad, “compañeros”, nacionalizar y no indemnizar es robar en cualquier rincón de este planeta cada vez más cachicambea’o, “estatalizar” propiedades a nombre de todo un pueblo es rapiñar lo ajeno, apropiarse indebidamente de lo que no es tuyo es, ante las leyes humanas y divinas, un delito grave, tan grave, que a la larga se paga, lo pagamos, por supuesto que los pobres de la tierra, con una vida de mierda, con una muerte vergonzosa, con locuras agresivas y con un exilio desesperado, urgente y humillante.
Y eso fue lo que nos dejó la revolución de los apagones y ese socialismo de alcantarillas, un desastre apocalíptico, un tsunami antropológico y anti-cubano que nunca quisimos ver, un país, si es que a Cuba aun se le puede llamar así, famélico, chupa’o, extorsionado, corrompido por el odio, por las ambiciones de muchos, por la negligencia de aquellos que dicen ser nuestros salvadores y por la complicidad de una mayoría que, aun estando en libertad o viviendo en democracias plenas, no hacen nada, no dicen nada y no gritan nada, por aquellos que quedaron atrás y aun tienen que vivir, o morir, con esa “revolución” al cuello.
Y como segundo punto quiero enfatizar que si “nacionalizamos” y apoyamos tamaña barbarie “nacionalista”, teníamos que indemnizar, teníamos que pagar por lo que estábamos adquiriendo como Estado pues nadie, absolutamente nadie, tiene el derecho de agarrar lo de otros y no retribuirles su justo valor, es decir, su esfuerzo y sacrificio.
La realidad fue que nos apropiamos indebidamente de lo ajeno para convertirlo, perdón, para destruirlo y para, a costa del pueblo, crear una imagen ante el mundo de valientes, de anti-imperialistas y de cojonu’os… Y luego nos quejamos de que nuestros perritos y pollitos estén embargados…
Ricardo Santiago.