Esta es una saga interminable, es decir, escribir sobre el derecho que tenemos todos los seres humanos y cubanos a expresarnos libremente, a manifestarnos sin coacción castro-comunista, a exponer nuestros criterios sin miedos tercermundistas, a liberar nuestras ideas sin mordazas dictatoriales, a “cantar” sin que nos digan qué tenemos que decir y a abrir nuestras boquitas sin que un “ratoncito” nos devore la lengüita o nos ponga un “bozal” porque estamos hablando más de la cuenta o exponiendo una verdad demasiado incómoda para algunos sinvergüenzas.
Porque nosotros los seres cubanos, las generaciones que nacimos después de ese fatídico 1 de Enero de 1959, y un poquito antes también, fuimos marcados, con un tatuaje que no se quita ni con el jugo de un limón, por la fascista doctrina de con la revolución todo, contra la revolución nada, que solo se puede decir lo políticamente correcto, que nada de críticas contra el cambolo de Santa Ifigenia aunque el fulano hable mucha mierda, que las ofensas solo para ese imperialismo abusador, que el que no salte es yanqui, que las “canciones de amor” son un rezago del capitalismo, que si hablas mal de mí te borro de todos los libros de la Patria y que si me dices ven lo “olvido” todo, a Miami, quiero decir…
El gran problema es que con esa rígida ideología de esto sí se puede decir y esto no, nos educaron, mejor dicho, vale la pena aclararlo infinitas veces, nos adoctrinaron a los cubanos con sádica pasión desde que éramos chiquiticos y de mamey y nos obligaron a repetir diariamente pioneros por el comunismo seremos como el che, yo amo a fidel, yo amo a la revolución y patria o muerte venceremos, provocándonos un daño “fólico” en nuestro sistema neuronal irreversible y condicionándonos a la fuerza para aceptar el miedo, la doble moral y el silencio aterrador, como manifestaciones del carácter y de la conducta en un país donde, para sobrevivir, para aspirar a buenos puestos de trabajo o, incluso, para estudiar en la Universidad, tenías, por obligación, que mantenerte fiel a la línea del partido comunista, cumplir ciegamente las orientaciones de los comisarios políticos de esa falsa revolución y ser un ser humano, o cubano, perfectamente manejable, dócil, ciego y mudo, para acatar sin protestar la doctrina surrealista de un socialismo de alcantarillas o de una revolución de los apagones.
Con esa gran mordaza, atada fuertemente a nuestras neuronas de pensar, condicionando cada palabrita, buena o mala, que salía de nuestras boquitas de niños pequeñitos, muy pequeñitos, de pioneritos “revolucionarios” dispuestos a dar hasta nuestra última gota de sangre para defender a fidel castro, crecimos y nos formamos como, según el castrismo, hombres y mujeres nuevos nuevecitos, como soldados de una intransigente e intolerante revolución de los humildes sin humildes, como una plaga de papagayos descerebrados dispuestos a recorrer el mundo con el fantasma del socialismo cargado sobre nuestras espaldas y dispuestos a contaminarlo todo con el virus de la brutalidad, con la enfermedad del oscurantismo, con las bacterias portadoras de la cicatería mental y con los microbios jefes de la imperecedera estupidez humana y cubana.
Pero, aun así, bajo ese fuego incesante de consignas y lemas revolucionarios, para decir el lema, un, dos, tres, cuatro, comiendo mierda y rompiendo zapatos, bien buenos salimos muchos seres cubanos, no nos volvimos locos de remate y nos salvamos de morir condenados eternamente en el infierno por mediocres, por ineptos y por cobardes, pues entendimos que fidel, que raúl, que el socialismo, que el comunismo y que esa maldita revolución de los basureros en las esquinas de mi barrio, no son más que una reverendísima estafa.
Solo que con el germen de solo decir lo políticamente correcto, también nos inocularon el no saber o querer escuchar como parte de una buena educación. La mayoría de nosotros los seres cubanos no escucha, no oye y no acepta una idea que sea diferente a la nuestra, enseguida saltamos agresivamente y hasta queremos matar cuando nos contradicen, nos aclaran, nos desmienten o, simplemente, nos dicen que no están de acuerdo con nosotros.
En este sentido, y en otros más, somos un pueblo desgraciado, somos unos infelices sin más matices que los que aprendimos bajo ese inflexible adoctrinamiento pues, a pesar de largarnos de aquel maldito infierno y tocar la verdadera democracia con la puntica de las manos, persistimos en repetir lo que otros nos dicen y no atender, por ejemplo, que tengo dos gardenias para ti…
Ricardo Santiago.