Mi amiga la cínica no es una mujer extremadamente hermosa pero si escandalosamente contrarrevolucionaria. Tiene los ojos grandes, expresivos, abiertos y como ella misma dice: “atentos para descubrir lo que la vida siempre te oculta”. Su cuerpo es espléndido, sus curvas aun hoy alteran, ponen de los nervios, desenfrenan y lastiman, pero su voz, lo que más la distingue en realidad, es como: “el susurro del amor que se siente pero que no se puede tocar”.
Es demasiado inteligente y atrevida para el gusto de la gente normal, de hecho a veces espanta, tiene respuestas para todo, varias, usa la ironía como antídoto contra la imbecilidad pero es humana y consecuente cuando se le conoce bien y cuando se le habla y se le mira con los ojos del alma.
La conocí en Cuba a principio de los 90s. Vendía, para sobrevivir, jugo de mango clandestino y cuanto trapo decente o indecente le cayera en las manos para mantener a su madre: “se me ha puesto la sangre demasiado melosa de tanto pelar mangos”, me dijo una vez.
Desde el primer vaso del néctar tropical nos hicimos amigos, todo empezó por una discusión porque a mi juicio el jugo estaba muy oscuro, y ella que no, que era normal el color cuando “usas azúcar prieta para endulzar porque la blanca no aparece ni en los centros espirituales”. Después de esto empezamos a coincidir en varios lugares y por distintos motivos y a pesar de ser una de las cubanas más enigmáticas que yo había conocido, hubo siempre entre nosotros un sentido mayor de amistad y de espiritualidad que de cualquier otra cosa.
Me contó que la habían expulsado de la Universidad en cuarto año de la carrera por enfrentarse a las organizaciones estudiantiles diciendo que no participaba en los actos políticos porque: “es mentira la popularidad de la Revolución cuando te obligan a apuntarte en una lista para participar”.
Por esta y otras opiniones, más o menos parecidas, y que entraban dentro de su lógica evidente, los “jóvenes de la FEU” (Federación Estudiantil Universitaria) y de la UJC (Unión de Jóvenes Comunistas) decidieron expulsarla de la Universidad. Aun así nunca se cansó de protestar porque según decía, más bien gritaba: “Protestar es un acto de patriotismo”, y lo hizo en varios lugares hasta que la llevaron detenida a la estación de la PNR (Policía Nacional Revolucionaria) y, entre advertencias, gritos, chantajes y la amenaza de que le quitarían a su hijo le cerraron tanto el círculo que un día me llamó para decirme que necesitaba un beso y un abrazo.
No recuerdo exactamente cuándo pero se lanzó al mar, la noche, las olas, la balsa desesperada y la necesidad de huir y llegar a “donde la virgencita me lleve pero aquí no se puede vivir más…”.
Nos reencontramos en el exilio unos años después. Me contó de los horrores del principio, de los trabajos que pasó para componer la vida en este país, de los dolores del cuerpo, las manos, los pies y hasta de los recuerdos, pero también de la inmensa tranquilidad que siente hoy por ella y por su madre: “nunca pensé que mi madre tomaría nuevamente su leche tibia todas las noches antes de acostarse”.
Gracias a Dios hoy hablamos mucho, como al principio, nos contamos del amor, de los sueños, la esperanza y, por supuesto, de la mierda del comunismo, pero eso sí, nunca, absolutamente nunca, he logrado que me hable de aquellos terribles días en el mar en que luchaba contra el miedo infinito, la sed, los tiburones, la angustia y la desesperación por alcanzar la libertad…