Porque, para empezar, nos gusta el jueguito del ocho te pongo el mocho, pero, también, porque preferimos las cincuenta palomas volando, porque nos gusta, desde los tiempos inmemoriales, la patada del Conde, porque somos así de altruistas y lisonjeros, porque nos da rabia la felicidad, porque nos atormenta lo bueno por conocer, porque todos somos Pulgarcito y porque, el 1 de Enero de 1959, vendimos barata nuestra libertad, nuestros derechos, nuestra razón de ser, nuestro patriotismo, nuestro lechón con yuca y nuestra bandera.
Así de simple. Un pueblo que abre los brazos, y las piernas, para que le pasen gato por liebre, para que le tiñan el pelo de rojo, para que lo saquen a pasear en una carreta tirada por bueyes, para que lo duerman con la canción protesta, para que le pidan y entregue lo que no tiene, para que baje la cabeza y la ponga pegadita al concreto, para que lo piquen los mosquitos con tremendo disimulo, para que, en fin, para que hagan con él lo que a otros les de su reverendísima gana, es un pueblo que perdió el rumbo, que perdió su dignidad, que perdió el sacapuntas que me compró mi mamá y que perdió lo más sagrado que tiene un ser humano, y cubano, que son su libertad, sus derechos, su capacidad de decisión y su individualidad creadora.
Porque eso somos los cubanos como pueblo, somos una “raza” que en sus tiempos fue gallarda, valiente, emprendedora, trabajadora y patriota y que con los cuentos de ultratumba de una maldita revolución del picadillo, se dejó dormir, permitimos que nos avasallaran, le dejamos el camino libre a la más perversa de las ideologías y nos juntamos, en concubinato estrafalario y traicionero, con el peor régimen, con la más insana de las tiranías y con la más dañina dictadura que ha existido en toda la historia de la humanidad.
Pero, como dice mi amiga la cínica, el meneo de nuestra esclavitud revolucionaria hay que tratar de entenderlo desde que, el pueblo cubano se tiró a las calles a apoyar, con total euforia trastornada, a un grupúsculo de apestosos tiratiros que, con el cuento de que habían hecho una revolución para los humildes, que traían la luz de la enseñanza para los abracadabra y la limonada con hielitos liberada y sin azúcar, nos metió a todos en su nido de ratas y nos obligó a abrir el piquito cuando ellos quisieran, cuando ellos dispusieran y cuando a ellos les diera su realísima gana.
Con un empezar así qué pueblo puede aspirar a crecer, a desarrollarse o a construir un futuro de progreso, un espacio que viaje por el universo, una vida repleta de masitas de pan y un país de encanto, de libertad y de Patria con mayúscula.
La desgracia nos llegó gratuitamente y nosotros la reverenciamos, la acunamos, la aceptamos y la multiplicamos con cada grito de paredón, paredón, paredón, con cada aullido entreguista de esta es tu casa fidel, con cada minifalda que le dio paso al pantalón de miliciana, con cada pirulí que le donamos a los otros pobres de la tierra, con cada guiño de ojo que le hicimos a la izquierda internacional y con cada chillido que ejecutamos augurando un futuro de terror, de miseria, de racionamientos, de adoctrinamientos, de si se tiran quedan, de abajo los americanos y patria o muerte, venceremos, sin patria, con mucha muerte y sin vencer a nadie.
Por eso los cubanos soportamos tanta, pero tanta, pero tantísima dictadura, es más, somos el pueblo que más dictadura ha aguantado en toda la historia de la humanidad aunque nos la damos de guapos, de consortes, de si me pides el pescao te lo doy, de guarapitos mea postes y de quítamelo que lo mato.
No es fácil, es muy difícil de entender, es casi imposible de comprender pero la realidad objetiva, el sustantivo con tres verbos inclusivos, es que llevamos más de sesenta y cinco larguísimos años en el mismo lugar donde empezó a soplar el viento de nuestra desgracia, hemos permanecido inamovibles a los absurdos de una revolución de oportunistas y nos hemos reclinado, como película aderezada con palomitas de maíz, para ser testigos de nuestra propia calamidad, ser actores de nuestro criminal escarnio y ser jueces y partes de nuestra propia muerte.
Repito, es un absurdo, una anomalía del carácter y una mariconada que, tras más de seis décadas, no seamos capaces de movernos, ni un tin, hacia la luz que en tus ojos arde…
Ricardo Santiago.