Es triste responder algo tan doloroso. Resulta demoledor para el alma intentar hablar sobre la infancia en Cuba sin que se me forme un nudo en la garganta, se me corte la respiración, se me aflojen las tripas, se me infarte el medio del pecho o nos atragantemos con nuestro propio dolor, con nuestras propias experiencias o con el sufrimiento de ver que nuestros hijos, en Cuba socialista, “tierra de fidel”, nacen y no tienen el más mínimo futuro, las más mínimas condiciones de vida y ni la más mínima esperanza de ser realmente felices.
No voy a hablar, esta vez, de la leche hasta los siete años, ni del abusivo, ilegal y fascista adoctrinamiento a que son sometidos en las escuelas castristas, ni al criminal “seremos como el che” que están obligados a repetir cada mañana antes de que les laven sus cerebritos, ni a las carencias que tienen que soportar en un país dominado por el desabastecimiento, la desnutrición, el hambre, el racionamiento, la peste, el mal olor, el hacinamiento familiar, la extrema pobreza, la represión estatal, la violencia doméstica y los tormentos por tener que vivir en un país ruinoso, asqueroso y miserable, destrozado por la peor guerra silenciosa de todos los tiempos, orquestada, ejecutada y mantenida, por más de sesenta larguísimos años, por una maldita revolución de “humildes de porquería”, que devino, al principio y al final, en la peor dictadura que ha asolado a los seres humanos, y cubanos, en toda la historia de este bendito planeta azul.
No, no quiero abrumarlos y ahogarme en llanto refiriéndome a los pasajes, a los dolorosos pasajes de esa Cuba inhumanamente socialista, a esa Cuba nuestra devorada, digerida y defecada, por el oprobio, la traición, la ambición y la cobardía de un grupúsculo de “cubanos” que nos han sumido en la vergüenza, en la desgracia y en el infortunio de creernos unos revolucionarios de pacotilla sin más aspiraciones, sin más esperanzas, que sobrevivir, o mal vivir, entre los escombros, las ruinas de un país moribundo, esquivando la mierda de las calles y tragando en seco, a cun-cun, a pasito de conga, nuestra estupidez patológica y nuestra mediocridad militante.
Recuerdo parte de mi infancia en Cuba. Las memorias que tengo son de un sabor amargo, agrio, con algún que otro toquecito de “azúcar prieta”.
Muchos cubanos, todavía, y después de darse los mil trastazos contra las mariconadas del castrismo, confunden “bañarse en los aguaceros”, y jugar “libremente” en la calle, con “felicidad”, con un aparente sentido de éxtasis infantil porque, y no los condeno, esas son otras de las salvajadas que nos metió el castro-comunismo en la cabeza, pero nada más alejado de la realidad, nada más distorsionado del verdadero goce que deben sentir los niños en cualquier sociedad cuando, como lo más sagrado, los adultos tenemos la obligación de defenderles la inocencia.
En Cuba, después del 1 de Enero de 1959, la vida de vivir se transformó en muerte en vida, en una especie de rarísima sobrevivencia a lo bolchevique tropical, marcada por la angustia de no saber qué vamos a comer, con qué vamos a bañarnos, qué zapatos vamos a ponernos o quién, esta vez, nos está vigilando, es decir, parte de una guerra constante ejecutada desde el tibor del socialismo con el único objetivo, la única intención, de condenarnos, para toda la eternidad, al miedo, al silencio, al hambre y a la inercia de las obedientes masas “por la velocidad de la luz al cuadrado”.
Así los seres cubanos sucumbimos ante los cañonazos, las balas y los bombardeos de un socialismo que nos puso la caña a tres trozos, que nos cercenó los sueños y nos condenó la “lechita condensada” a un burdo racionamiento que, con el bonche y la jarana, ya tiene más de seis décadas, y bajo el cual varias generaciones de cubanos, muchísimos de nosotros, hemos dejado la piel, hemos perdido nuestros sueños, nos hemos cagado en nuestras esperanzas y nos hemos ido a dormir con el estómago pegado al espinazo.
Por todo esto no creo que los niños en Cuba puedan ser felices ni entender siquiera qué es “la felicidad”.
Solo basta con mirar el país que hoy tenemos, solo basta con escuchar a muchos de nosotros “hablando de política” o esquivando la realidad para no comprometerse más de lo que ya estamos comprometidos, solo basta con ser testigos de la demencia disparatada de convertir una botella de aceite, una lata de puré de tomate y una regadera de metal en premios al sacrificio y al talento, y solo basta con mirar, y mirar, y no ver que, mientras exista esa criminal dictadura, jamás a los seres cubanos nos “llegará a los pies la espuma”.
Ricardo Santiago.