Recuerdo que al edificio donde yo vivía visitaba un muchacho que rentaba películas clandestinas. Un buen día tocó la puerta de mi apartamento anunciándome bajito, muy bajito, que venía por recomendación de un amigo común y que me proponía, si no la había visto, y que era un crimen que así fuera, la última película de…
Sin mucha ceremonia desembarcó una enorme mochila en medio de mi sala y sacó un montón de casetes VHS que aquello, más que por el enorme esfuerzo que hacía por la “carga tan pesada”, partía el alma por la cantidad de títulos, casi idénticos, donde era demasiado obvio que si uno no estaba bien plantado en sus trece, cualquiera de los protagonistas te podía sacar un ojo con la cantidad de tiros y trompadas que se gastaban.
“Na’… a 10.00 pesos cubanos na’ma’… mira esta qué maravilla, seguro que no la has visto…”.
Tuve que explicarle que a mí no me iba mucho ese tipo de “cine” y que mis intereses iban por otro “rumbo”, que si tenía algo de… con mucho gusto le rentaba todo cuanto me trajera.
El muchacho de las películas, como empezamos a llamarlo en mi casa, rápidamente se hizo parte indispensable de nuestras vidas. Nos visitaba diariamente con su carga de amor, secuestros, asesinatos y venganzas y lo cierto es que, aparte de la relación “comercial” que ya habíamos establecido, nos sonábamos unas buenas conversaciones que siempre terminaban de corre-corre porque tenía otros clientes esperándolo.
Nos hicimos amigos, al menos yo lo apreciaba mucho. Admiraba su esfuerzo y el sacrificio que hacía para, después de terminar su jornada laboral en un Centro de Investigaciones del Estado, andar parte de La Habana con aquella mochila enorme repleta de casetes, buscarse unos míseros pesitos y así poder ayudar un poco a su familia.
Se graduó en la Universidad en una de esas carreras que asustan por lo complicado del nombre. Trabajaba por un salario de mierda en una Institución que producía millones y donde investigaba algo relacionado con la acuicultura marina. Me comentó muchas veces que lo trataban como a un esclavo, que lo explotaban abusivamente desde las condiciones de trabajo en que tenía que desempeñarse hasta los ridículos compromisos políticos que le obligaban a cumplir por pertenecer a un Centro “muy importante” de la revolución.
Vivía hastiado, ahogado y desesperado. Su mayor miedo era que no veía el futuro y eso le producía una terrible frustración. Me contó que en su infancia y adolescencia fue víctima de la mayor ferocidad del “Periodo Especial”, que el hambre que pasó fue del carajo y la vela y que de esa época llevaba una marca muy profunda en el alma cuando su padre lo paró a él y a su hermana y les dijo que la poca, la poquisima comida que entraba en la casa habían decidido guardársela a ellos dos, que por favor la aprovecharan porque: “Ustedes están creciendo, están desarrollando sus cuerpos, y la necesitan más que nosotros…”.
Siendo todavía un niño las palabras de su padre le marcaron el rumbo en la vida, le enseñaron que aquel país era una gran mentira y que si quería tener una vida, más o menos decente, tenía que arañar la tierra aunque estuviera rayando siempre en la ilegalidad y en la primera oportunidad que tuviera…
En realidad el muchacho de las películas se convirtió en mucho más que un simple proveedor de “entretenimiento”. Sin saberlo pasó a ser el eje fundamental para combatir el “veneno” y la propaganda castrista que nos “disparaban” a los cubanos a toda hora por la Televisión Estatal. Gracias a sus series, películas, “shows de Miami” y algún que otro material “muy perseguido por la policía política”, logramos quitarnos de encima aquellos bodrios del Noticiero, los “programas informativos”, la Mesa Redonda, la propaganda constante sobre los “logros de la revolución” y todos esos programas donde la esencia fundamental era el chovinismo, la mojigatería socialista, el teque partidista, la tergiversación de la historia y los policías buenos que siempre agarran a los malos-malos.
Hoy el muchacho de las películas, gracias a Dios, vive en el exilio… y le va más bien que el carajo.
Ricardo Santiago.