La envidia es un mal intrínseco al castro-comunismo. Estos fulanos son los campeones mundiales del rencor, de la “sojoseadera”, de la rivalidad, de la guataconería, del recelo, de la antipatía, del “furito” en el pantalón, de la intriga, del tu cachito de pan es más grande que el mío, de la traición, de la mediocridad y la estupidez adictiva aunque, en honor a la verdad, existen otros, que presumen de un anticomunismo feroz, y que en los ojos, las actitudes, las palabras que sueltan para no atragantarse, las reacciones que tienen ante las opiniones de otros y la ignorancia compulsiva que padecen, son tan envidiosos, o más, que cualquiera de las ridículas “alquilomilengua” de la revolución del picadillo.
Yo siempre digo que la envidia es como la locura, que quien la padece no la reconoce porque, a decir verdad, ni en las películas, ni en la más deliciosa ficción “enternecedora”, hemos visto que alguien acepte, así como así, que es un tronco de envidioso y que todo cuanto hace contra fulanito, o menganita, es porque le tiene una tiña del carajo, tanta tiña que no me deja pegar un ojo en toda la noche.
Yo siempre digo que Cuba es un país donde las diferencias sociales, de todo tipo, están exageradamente marcadas aunque la dictadura, como colorete demagógico, se haya empeñado, en estos 60 años de criminal tirania totalitaria, de cacarear ante el mundo que somos una sociedad justa y “parejita” donde todos los cubanos tenemos los mismos “privilegios y derechos”.
Pero la pura verdad, la realidad que se sufre y se vive en las calles nacionales, es que la desigualdad entre los cubanos es enorme, marcada y contrastante y tiene que ver, fundamentalmente, con la politización de la sociedad cubana, con el monopartidismo del pollo frito, con el servilismo que muchos le profesan a ese régimen, con la elevadísima corrupción que impera en todos los estratos de la vida cotidiana, con el acceso por unos y no por otros a la base material para la existencia y, sobre todo, con la actitud de conformidad, resistencia u oposición que se tenga hacia el castrismo como el origen desde donde parten todas las desgracias del pueblo cubano.
Dice mi amiga la cínica que Cuba se convirtió en un país de envidiosos cuando el castro-comunismo, con su política de “quien no salte es yanqui”, nos hizo creer a la fuerza que todos los cubanos éramos “iguales”, teníamos que pensar lo mismo, comer lo mismo, usar los mismos zapaticos que aprietan, vivir en los mismos edificios, tener exactamente la misma vida y adorar eternamente al mismo fulano porque era el único que se había sacrificado, según ellos, para que los niños fueran “felices” y los viejos comieran “lombrices”.
Para nadie es un secreto que el castrismo premia con nimias prebendas a todo aquel que le sirve, le rinde pleitesía, cumple ciegamente sus ordenanzas, repite sus groseras consignas, tiene una actitud “políticamente” correcta, delata a sus hermanos, amigos, vecinos y hasta a la madre que lo parió, grita públicamente “abajo los derechos humanos” y se presta para reprimir, repartir golpizas, agredir y atacar a quienes se enfrentan a esa criminal pandilla de bandidos, y valga la redundancia.
Por eso en Cuba no importa cuán buen ciudadano seas, ni cuán inteligente seas, ni cuán humano seas ni cuán nada, en Cuba lo que realmente vale es cuánto le sirves a la dictadura castrista y esa miserable actitud es la que les permite, a quienes se han convertido en el verdadero sostén del castrismo, sobrevivir y “destacarse” del resto pues reciben, como pago a su reptil conducta, una jabita de la revolución con cualquier mierda dentro.
En el país de los ciegos el tuerto es rey y el castro-comunismo convirtió este sabio precepto de la sabiduría popular en ley, solo que para ser “tuertos” los cubanos tienen que “donar” un ojo a las MTT, al partido comunista, a la revolución del picadillo y al enorme aparato de vigilancia, control y represión destinado a “salvar” las conquistas del socialismo.
El odio y la envidia se juntaron en Cuba como la mezcla más explosiva y letal que puede apoderarse de cualquier sociedad. Una diabólica alquimia que ha transformado a nuestro país en un enorme polvorín de sentimientos encontrados y, que de tantos años de estar presente en el alma y la vida de los cubanos, se ha convertido en el nuevo rasgo distintivo de una nación que hoy destruye y que antes amaba y construía.
Continuará…
Ricardo Santiago.