Una preguntica: ¿Somos los cubanos un pueblo mentiroso?

Bueno, one, two, three, cojan puerta que aquí, con este tema, tendremos a más de un aludido, a más de un señalado, a más de un acompleja’o que, ni corto ni perezoso, pondrá su gritico histérico en el cielo y saldrá, como fiera herida de muerte o de falsedades, a intentar desmentirme mintiendo.

Yo digo que cubano que se respete, lo que se dice un criollo de pura cepa o un ser cubano de nación, durante su vida en Cuba o gran parte de ella, ha tenido que, por ejemplo, por necesidad “evolutiva”, por sálvate tú que yo me cuido solito, decir una, varias o muchas mentiras, para poder sobrevivir, para escapar de la represión que impone esa brutal dictadura castro-comunista e, incluso, para lograr que no le manchen el expediente de su vida y así pasar inadvertido por los vericuetos de seremos como el che o de con la guardia en alto.

Porque la mentira en Cuba nos salva, nos cuida y justifica nuestros miedos. La mentira en Cuba nos protege el pellejo hasta del sol y nos alivia, la mar de veces, de tener que buscar pomadas pa’ las ampollas en un país donde encontrar una aspirina, una simple aspirina, provoca un tremendo dolor de cabeza.

La mentira en Cuba es también parte de nuestra cantaleta histórica nacional, es decir, con mentiras, con muchas, pero muchas fábulas, algunas tan o más grande que el Pico Turquino, se ha escrito la historia de nuestro país después del 1 de Enero de 1959 y muchos cubanos, más de la cuenta para mi gusto, incluso de otras partes del mundo también, se han tragado la perra guayaba de que fidel castro participó en el asalto al Cuartel Moncada, peleó como un bravo comandante en la Sierra Maestra y nos devolvió a los cubanos la libertad, la dignidad, la buenaventura y el brillo en los ojos, perdidos durante la época de Batista.

Dice mi amiga la cínica que el cubano siempre fue un fabulero desde los tiempos de María moñitos, que a nosotros como raza nos encanta, nos satisface a horrores, eso de engrandecer los disparates, los acontecimientos de la vida, las verdades y las medias verdades, hasta transformarlo todo en algo gracioso, en sucesos increíbles y en hazañas irrealizables para que se conviertan en la comidilla del pueblo, para que circulan por la boca de todos y para que trascienden fronteras hasta construir templos a nuestra masculinidad, a nuestros exagerados miembros masculinos y femeninos, a nuestro valor como guerreros contra las injusticias y a nuestra biografía como luchadores anticomunistas y anticastristas.

Y es que decir mentiras en Cuba está hasta justificado porque en un país como el nuestro tan regulado, tan absurdamente lleno de restricciones, sin libertades de ningún tipo, sin permiso para hablar o expresar nuestras opiniones, sin luz eléctrica, sin luz brillante y sin luz divina, el ser cubano ha tenido que idear su propio mecanismo de escusas surrealistas para protegerse, para defenderse y para decir ocho cuando en realidad lo que quiere es gritar ochenta y ocho.

Por eso Cuba ni nosotros los seres cubanos avanzamos, podemos ser un país próspero, un país desarrollado o una República civilizada. La historia de Cuba, la de las últimas seis décadas, está concebida, se ha fundamentado, sobre la base de una gran estafa que, con proporciones apocalípticas, nos ha destruido, física y moralmente, hasta dejarnos como, y yo lo considero así, la nación más miserable del mundo sin ni la más mínima esperanza de redimirse mientras exista esa maldita revolución de los apagones más largos del mundo sentada, postrada por los siglos de los siglos, en el tibor del socialismo.

Porque una cosa es decir mentiras para salvarnos, lo cual no es éticamente correcto, aunque muchas veces necesario, y otra es embaucar a los demás con falsedades para inventarnos una historia, para tapar nuestra cobardía o para armarnos un expediente de libertadores, tal como lo hizo el cambolo de Santa Ifigenia, y que hoy vemos repetido en las calles de Miami.

La dignidad de un ser humano o cubano, pienso yo, radica en la verdad, en su verdad, nadie escapa a su pasado intentando engancharle lentejuelas, brillitos sin luces o epopeyas de héroes y mártires de la “Patria” porque, al final, las mentiras siempre se descubren y cuando esto sucede salpican tanto al mentiroso, como al cobarde y como a quien quiso creerlas por estúpido, por entretenido o por oportunista.

Yo he dicho mentiras, muchas, por eso hoy trato de no decirlas y mucho menos, pero muchísimo menos, de creerlas…

Ricardo Santiago.

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