Me duele mucho pero, a veces, pienso que los cubanos nos merecemos la miseria que tenemos.



Trato de darle vueltas y vueltas a este asunto, de encontrar una respuesta que me satisfaga, que me alivie, que calme en algo mi tristeza, que me convenza de que estoy muy equivocado, que todo cuanto digo día tras día es culpa de mi rabia anti-castrista, de mi contrarrevolución desaforada, de mis rencores por la vida que viví en mi país o por “mis viejos pánicos” adquiridos bajo un régimen que me robó el cerebro, el alma, la memoria y hasta la esperanza.
Intento, también, encontrar alguna lógica a mis miedos, a mi negativa de reconocer mi cobardía, a aceptar mi destructiva apatía cubana, mi poquísima acción contra esa maldita revolución del picadillo, la tremenda inercia que me arrastró en Cuba y que me convirtió en un insulso espectador cuando mi Patria, mi isla chiquita, ese pedacito de mundo que me vio nacer, me pedía a gritos que fuera actor, protagonista, una mano alzada y una potente voz denunciando a una criminal dictadura totalitaria, y a sus gendarmes, que mancillaron mi historia, que me transformaron en un esclavo menesteroso, en un robot dando un paso al frente todo el tiempo y en una caricatura de un ser cubano repitiendo sandeces, aplaudiendo y creyendo que mis miserias y mis hambres eran una “cosita” pasajera y que esa porquería de socialismo me las solucionaría.
He dicho todo esto porque por ser el cubano que fui, es decir, por tener la actitud simplona que tuve cuando vivía en Cuba, le di todos mis “espacios” a la revolución castrista y le permití que me ganara la batalla por mis derechos como ser humano, que me manoseara todo cuanto le saliera de sus podridas entrañas y que me ninguneara a su antojo porque, a decir verdad, un hombre que no se defiende, que no exige lo suyo, que no protesta y que acepta todo cuanto se le impone, no tiene derecho a ser libre, a pensar por sí solo, a comer tres veces al día y a ponerse unos zapaticos cómodos que sean de rosa o de puntica fina.
Pasa que, y no es a modo de justificación, la realidad de los seres cubanos es que nacemos con un miedo tremendo incorporado y con una sumisión tan grande por esa mierda de sistema que nunca llegamos a darnos realmente cuenta del porqué callamos, del porqué aceptamos, del porqué huimos y del porqué dejamos que una aberración tan grande, tan pérfida y tan criminal como esa revolución fidelista, nos destrozara la vida, el país, la historia, la memoria de nuestros grandes pensadores y nos sumiera en la más profunda agonía, en la más vergonzosa miseria y nos condenara a soportar un hambre que, a estas alturas del partido, ya no se calma ni con una “tonelada” de frijoles negros.
Por eso aunque me duela, me abochorne y me deshonre, tengo que reconocer que soy responsable, tremendamente culpable, de que Cuba esté hoy hundida en ese desagradable pozo de aguas pestilentes, en esa fosa putrefacta en que la transformó el castro-comunismo, en esa hedionda isla donde solo crece la infecundidad, se deteriora lo sano y se muere la muerte porque no encuentra un solo rayito de vida para seguir viviendo.
Y, al final, esa es la gran tragedia que padecemos hoy la mayoría de los seres cubanos. Nos dejamos robar la Patria, le permitimos al castrismo que secuestrara todos nuestros derechos y libertades y, al sonido embelequero de “ponme la mano aquí Macorina”, nos dejamos arrastrar hacia el amargo abismo, nos gritamos a nosotros mismos paredón, paredón, paredón, esta es tu casa fidel, y caímos en una trampa mortal de la que no nos saca, ni por los siglos de los siglos, “el cieguito Ichi”.
Definitivamente me duele, es triste, muy triste, más que doloroso pero no me queda otra que reconocer que hoy Cuba se pudre, hiede, se “fermenta”, por culpa, única y exclusivamente, de la mayoría de nosotros. Un país que pudo ser el más lindo del mundo y que fue tragado, digerido y defecado por la complicidad de un pueblo que prefirió una pipa de cerveza, una orquesta bullanguera y miles de mítines de repudio, a continuar cosechando su prosperidad, su desarrollo y su progreso.
Mi enorme respeto a los hombres y mujeres que no padecieron o padecen mi cobardía y “mis viejos pánicos”, gracias a ellos, a su valor y entrega, aun queda algo de luz para que nosotros, los seres cubanos, veamos que la libertad es posible…
Ricardo Santiago.



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