Por Tatiana Fernández y Ricardo Santiago.
La majestuosidad y el encanto de una ciudad como La Habana, antes de 1959, no solo eran consecuencia de su magnífica arquitectura, de su creciente desarrollo económico, de su movidísima vida cultural, de la convergencia de diferentes gastronomías o por los impresionantes anuncios que marcaban el buen gusto, no, la grandeza de esta urbe, la magnificencia de una ciudad que, solo en aquel tiempo fue de todos los cubanos, radicaba en sus habitantes felices, alegres, trabajadores y divertidos.
La Habana resplandecía por sus sabores, sus olores y por sus sitios emblemáticos. La Habana era un paraíso encantado de luces y sombras que inspiró a atrevidos poetas y a loquísimos compositores que parieron hermosas e inolvidables canciones.
Pero mal, muy mal, por desgracia llegó el 1 de Enero de 1959 y las luces de La Habana se fueron “fundiendo” una a una, los olores se transformaron en tufos milicianos, la diversidad de sabores se perdió en “la línea dura” del racionamiento y la alegría de sus habitantes se transmutó, como una cosa de locos, en cantos de guerra, desamor, bravuconerías y disparates.
Aun así la dictadura castrista tuvo el tino de mantener funcionando, “con recursos propios”, algunos de los lugares que fueron simbólicos y que daban a La Habana un “toque” de ciudad y no la gigantesca aldea en que poco a poco se fue convirtiendo desde antes y después de los 90s del siglo pasado.
Recordar nuestros años de infancia y juventud, sobre todo quienes nacimos a principios de los 60s, es realizar un viaje nostálgico, muy nostálgico, por lugares y sitios que “descubrimos” con nuestros padres, nuestros amigos, con nuestros amores de “para toda la vida” y que se fueron al carajo, se desaparecieron, se los tragó el comunismo cuando se implantó en Cuba el tristemente recordado Periodo Especial a partir de 1990.
La cafetería del Hotel Nacional era exquisita por su cocina criolla e internacional. También estaban las cafeterías de los hoteles Habana-Libre, Habana-Riviera, Capri y Tritón donde se accedía en peso cubano y se podía comer un buen sanguisi y degustar sabrosas tartaletas de coco.
Restaurantes de lujo como el Monseñor, La Torre, 1830, La Roca, por citar algunos ejemplos, eran lugares para ir a celebrar con la familia o “situaciones especiales”, recuerdo que había que llamar por teléfono y hacer una reservación, a veces era un poco complicado pero, si se insistía un poquito, al final siempre respondía una muchacha que te preguntaba el nombre y la mesa para cuántos.
La Habana, antes del Periodo Especial, alardeaba de una gastronomía para todos los gustos. Los amantes de la carne de cerdo podían ir al El Cochinito de 23. La Bodeguita del Medio tenía los mejores frijoles negros del mundo y, si querías una cena criolla en un típico Ranchón, podías llegarte hasta el del Wajay.
Los amantes del pollo tenían para deleitarse en cualquiera de los dos Rancho Lunas, el de la calle L o el de 23 en el Vedado, sin contar el pollo a la barbacoa del Restaurante Polinesio, Hotel Habana-Libre, que era una verdadera locura.
Quienes preferían la cocina italiana tenían Doña Rosina, La Romanita, Montecatini y Prado 264 que eran primera categoría aunque había otras pizzerías muy buenas, pero no tan elegantes, como El Mónaco, La Rampa, Milán Santa Catalina y Sorrento.
Para comida china estaban El Mandarín, Los Siete Mares y el Yang-Tze de 23 y 26. El muy famoso Floridita para comer mariscos y degustar el famoso “daiquiri doble y sin azúcar”. Quienes preferían la carne de conejo tenían El Conejito frente al edificio Focsa. Para comer comida española estaban Las Bulerías, El Cortijo, el Centro Vasco y El Mesón de la Chorrera.
En comidas ligeras, es decir, meriendas, había varias cafeterías de respeto como los Carmelos de Calzada y de 23, El Jardín, El Potin, Wakamba, Kasalta, 12 y 23, el Coppelia, la cafetería de Pinomar en Santa María del Mar y otras.
En los Ten Cents, el de Galeano y el de 23 y 10, había excelentes cafeterías donde se almorzaba riquísimo aunque el “olor” a ropa cupón estaba a la orden del día.
La vida nocturna, aunque nada que ver con la época del capitalismo, tenía sus buenas opciones como los clásicos cabarets: Parisien, Salón Rojo, Caribe, El Turquino o el sublime Tropicana hasta clubs nocturnos como El Sherezada, El Club 21, El Karashi, La Zorra y el Cuervo, El Gato Tuerto y el fantástico Pico Blanco con la maravillosa guitarra de José Antonio Méndez. El cabaret del Hotel Atlántico en Santa María fue por mucho tiempo el espacio donde figuras como Quinito Morán, Marta Estrada y José Valladares nos deleitaron con su talento pues fueron relegados de la “gran ciudad” por no “cantar canciones políticamente correctas”.
En esta parte hemos querido hacer un breve viaje de memoria por esa Habana de nuestra juventud que, querámoslo o no, fue bella porque no éramos realmente conscientes del otro mundo que el castrismo nos estaba negando, nos prohibía, nos limitaba y que muchos comenzamos a entender cuando empezaron a desaparecerse los sanguisis, las tartaletas de coco, el aire acondicionado y los artistas que alegraban las noches habaneras.
Tatiana Fernández.
Ricardo Santiago.