El odio entre cubanos: El arma “secreta” de la dictadura castrista.



Es cierto, es una triste e incuestionable verdad, un “sentimiento” que tiene que ser declarado vergüenza nacional cuando Cuba y los cubanos, especialmente nosotros, logremos librarnos para siempre de las garras de esa pandilla de generales mercenarios, y de los “cabos de la guardia siento un tiro” del castrismo, entrenados para enchuchar, predisponer, calumniar, chismorretear y denigrar a cualquiera que les haga frente.
De odio los cubanos vamos sobrados. El 1 de Enero de 1959 nos “vistieron” con ese “sentimiento profundo e intenso” porque, para empezar…, empecemos por los americanos que quieren “conquistarnos”, destruirnos, aplastar la revolución, comerse los tamalitos de Olga y eso sí que no camaradas, a los yanquis tenemos que odiarlos porque quien no odie al imperialismo es un gusano, un apátrida, un contrarrevolucionario y que se vaya la escoria.
Terrible. De la noche a la mañana pasamos de ser amigos íntimos, de trabajar en sus Compañías y de compartir hasta el aire que respiro a que fueran nuestros enemigos irreconciliables, a odiarlos desde lo más profundo de mi corazón, a formarles una conguita barriotera por cualquier cosa y a que nuestro “caballo”, nuestro invencible, el number one, la bestia, el fifo tiene fo, nuestro padre o nuestro comandante “invicto”, despotricara groserías contra sus Presidentes, en cualquier tribuna, sembrando entre los cubanos una falsa guapería rusa, belicosa, chusma e indecente que, digo yo, fue la causa principal por la que nos querían, por allá por los 60s del siglo pasado, tirar una buena bomba atómica.
Con ese odio arrancamos, llenamos nuestros corazones, educamos a nuestros hijos y todo por la revolución, por el socialismo y por fidel. Con ese odio de mierda nos tragamos un “cable” soviético que sabía a rayos y que hizo vomitar a más de un “cederista” bien planta’o, pero el cubano ahí, fuerte en sus principios revolucionarios de no “comer” chicle, de no tomarse una Coca-Cola bien fría, de no escuchar a Los Beatles, de ponerse botas rusas, de usar pitusas Cañeros, de acusar a cualquiera de diversionismo ideológico o de excesiva mariconería, de vigilar hasta mi propia sombra, y a tu sombra, porque “María Cristina me quiere gobernar” y tenemos que ser críticos, autocríticos y “denunciar lo mal hecho”, compañeros…
Y el odio, como era de esperar, desbordó nuestros corazones, se nos hizo grande, grandísimo, los americanos y el imperialismo se nos quedaron chiquitos, demasiado ajustados para nuestro cubano gusto porque al final nunca nos invadieron, nunca nos atacaron, ni siquiera nos tiraron un “sanguisi”, un pitusa de verdad, unos zapatos bien cómodos y mucho, pero muchísimo menos, una de esas bombitas atómicas.
Y entonces empezamos a odiamos entre nosotros. La dictadura castro-chupateldeo en su afán por dominar la sociedad cubana a todos los niveles nos dividió con cualquier pretexto, nos enfrentó a muerte por nuestras preferencias ideológicas, políticas, sexuales, artísticas e incluso cotidianas y convirtió a Cuba en un inmenso campo de batalla donde la frase común es: “Si te da, le das, y si no puedes con las manos agarra un palo, una cabilla, una piedra pero…”.
Yo siempre digo que si nos fijamos bien todo lo que emana del discurso castrista es puro odio, desafío barato, enfrentamiento y enemistad, que tanta mala leche terminó por “entortillerarnos” y oscurecernos tanto la Patria que los cubanos vamos a necesitar carretones, trenes, barcos y rastras de linternas para recuperar ese maravilloso brillo que un día tuvimos.
Dice mi amiga la cínica que entre odio y odio, envidia, y que ese es el verdadero sentimiento que subyace en el discurso castrista.
Por allá por la década de los 90s, en pleno período especial en Cuba, fui testigo de la bronca más desagradable, “apingante” y espeluznante que he visto en mi vida. Sucedió en la cola de la farmacia para comprar las íntimas, almohadillas sanitarias femeninas, y las mujeres, en su lógica desesperación biológica, se aglomeraban y se empujaban para adquirir el necesario artículo.
Yo no sé cómo, ni en qué momento, pero parece que entre el calor, las tantas horas de pie, la sed, el hambre, los niños solos en la casa y el marido tomando ron, empezaron a volar los piñazos, las patadas, las mordidas, las pedradas mal tiradas, los jalones de pelo, las cabezas partidas, los rostros ensangrentados y el odio en las miradas, un odio nunca antes visto que emergió desde el alma de aquellas mujeres y que las transformó, en un santiamén, aun siendo vecinas del mismo barrio, en enemigas irreconciliables igualitico a los cubanos y los americanos.
Ricardo Santiago.



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