Réquiem por los “barrios cubanos”, víctimas también de la desidia y el odio castrista.



Para nosotros los cubanos el barrio es fundamental. Nadie puede amar a su Patria sin antes sentir y sufrir por ese “pedazo de tierra” que te vio nacer o el lugar donde tuviste tus primeras, tus segundas o tus muchas experiencias de vida.
No importa si es en la ciudad o en el campo, el barrio para los seres cubanos es la primera noción de existir, de pertenencia, de ilusiones, de sueños y de país que tuvimos antes que cualquier otro concepto geopolítico o patriótico.
Al barrio lo hicimos nuestro desde el mismísimo día en que nuestros padres nos dieron permiso para salir a jugar a la calle: “Sal pero no te pases de la esquina…”, marcándonos un área geográfica que, a partir de esos instantes, amaríamos incondicionalmente para toda la vida y lo defenderíamos “a muerte”, incluso, hasta del “enemigo imperialista” del que tanto nos hablaban en la escuela.
Fíjense que cuando usted piensa en Cuba lo primero que le viene realmente a la mente es el barrio donde creció.
Allí conocimos a nuestros primeros amigos, algunos después fueron los de para toda la vida, otros iban y venían dependiendo del camión de mudanzas de Roberto “el cojo”. También allí fue donde dimos o recibimos los primeros puñetazos: “Si te da le das, pero aquí no me vengas llorando, yo parí un hombre carajo…”, donde descubrimos y saboreamos la alquimia popular, “fruto de las enseñanzas del socialismo”, con los duro fríos de fresa inventada de la Gallega, donde le “robamos” los mangos a Eusebio y donde le gritamos insultos, y después nos mandábamos a correr, como la ingenuidad infantil más “contestataria” del mundo, al chivatón de Pedrito muerdelengua.
Pero los juegos eran deliciosos: a los escondi’os, al pega’o, al burrito 21, a policías y ladrones, a los indios y los cowboys, al quimbe y cuarta, a la una mi mula, a empinar papalotes, al trompo, a la chapa, al taco y al cuatro esquinas, la más sublime creación popular desencadenante de las más altas pasiones en defensa del orgullo territorial.
Recuerdo que en los apagones de mi infancia, sí, porque en Cuba eso de la falta de electricidad es un padecimiento crónico post 1959, nos sentábamos en el portal de la casa, para aprovechar “el fresco” nocturno, y armábamos historias para sobrellevar la oscuridad hasta que éramos sorprendidos por los gritos de: ¡Ataja, ataja, un rascabuchador, ataja…! y se formaba el corre-corre más delicioso que uno, a esa edad, pudiera desear.
Los hombres agarraban sus palos de linchar, las mujeres sus gritos y nosotros la inocencia, pero todos corríamos desaforadamente como si viviéramos los tormentos de un carnaval lúdico, de una festividad desquiciada, de un desbarauste de los sentidos o de los caprichos y los disparates del gran genio español, era algo indescriptible, innombrable e inenarrable. Por suerte, en nuestra presencia, nunca agarraron a ninguno de esos tipos “con los espejuelos de palo” puestos porque, me imagino, el espectáculo hubiera sido dantesco.
En todo barrio cubano que se respete hay un cine, digo, había, y era lo más lindo y fresco que alguien pudiera imaginarse. En el cine de mi barrio vi por primera vez unos senos y unas nalgas de mujer sin cubrir: ¡Cuántos sueños agitados en la soledad de mi adolescencia y en la oscuridad de mis rincones despertaron aquellas imágenes del delirio! Puff, incontables e incalculables hasta que llegó el primer amor, el de verdad, el que se toca con las manos, con los pies y hasta con el alma.
Y como siempre, para despertar de esos hermosos recuerdos: Tan, taratan, tan, tan, abran paso que ahí viene: “En cada barrio revolución, barrio por barrio, pueblo por pueblo…”.
Con el cuento de los mercenarios, el imperialismo, el enemigo guilla’o, combatir la moral pequeño burguesa, los rezagos del capitalismo, los sabotajes, las bombas, las proclamas, el trapicheo, el enriquecimiento ilícito, pa’ defender las “conquistas del pueblo” y pa’ enfrentarnos a los marcianos (que al final, los pobres, solo venían a bailar el ricachá, ricachá, ricachá…) fidel castro inventó los comités de defensa de la revolución del picadillo, la organización más mortífera, divisoria de los cubanos, de doble moral, nido de ratas, informantes, instrumento represivo, odiosa, inútil, explotadora y maligna que alguien pueda imaginarse provocando, con el mayor desparpajo del mundo, con la venia de su Señoría y con la complicidad de una buena parte de nosotros también, la primera y más letal destrucción del barrio cubano, la muerte moral, ética y espiritual del “terruño sagrado” con el enfrentamiento entre vecinos, entre amigos y entre familias, que solo una mente torcida, muy torcida, pudo concebir.
Ricardo Santiago.



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