Yo digo, sin temor a equivocarme, que a los seres cubanos, por naturaleza y tradición, siempre nos gustó comer bien, darnos los buenos gustos y saborear las riquísimas recetas de una cocina nacional que tiene influencias de muchas otras del mundo.
La carne, para nosotros, es fundamental, y me refiero a cualquier tipo de carne, preferiblemente un buen bistec con viandas acompañados de su arroz, su potaje y su rebanada de pan para, al terminar, “comerme la salsita que es la parte que más me gusta…”.
Mi respeto a los vegetarianos y veganos de Cuba y del mundo, nadie duda de que es una opción muy saludable de alimentación, pero desgraciada o afortunadamente en nuestro país siempre fue así, la cultura culinaria cubana se construyó a vueltas y vueltas de lechón asado y de todo aquello que pudiera freírse o sancocharse, siendo esto parte importante de nuestros rasgos como nación apoyado por ese maravilloso sentimiento de cubanía cuando decimos con mucho orgullo: “Es que el olor del puerco asa’o de Cuba no lo encuentras en ninguna otra parte del mundo, ja, ja, ja…”.
Los “viejos” de mi barrio me contaban que en el “tiempo de antes” había para todos los gustos, que resulta increíble que la misma tierra, los mismos surcos y los mismos campesinos producían grandes cantidades de cualquier cosa y que: “Ahora con esta revolución, los planes quinquenales y los tractores rusos, pa’ comerse un mango cuesta más trabajo que el cara’…”.
Dicen que una de las cosas más maravillosas eran los olores que desprendía La Habana. Que era una ciudad muy limpia y que, por ejemplo, los refrescos nacionales no tenían nada que envidiarle a las marcas mundiales. Esto sin contar que en Cuba lo mismo se podía degustar desde la exquisita pastelería francesa hasta una popular “completa” en el barrio chino “que aquello levantaba un muerto”.
Pero, pero, pero, pero, llegó quien tú sabes, aquel fatídico primero de Enero, y nos transformó los buenos olores en una peste que hoy, y lo digo con una profunda tristeza, lo que provoca es un asco tremendo caminar por muchas zonas de La Habana.
Las crisis “mundiales” sucesivas y los eternos “períodos especiales”, después de 1959, se ensañaron agresivamente con la mesa del cubano de infantería y la convirtieron en un lugar vacio, inútil y arcaico donde tuvimos que rumiar nuestros recuerdos y nuestras frustraciones.
Tan hijos de puta como son…
Después, por allá por los 70s, nos becamos en ese otro engendro comunista que fueron las secundarias y los pre-universitarios en el campo. Con el cuento de que en la escuela nos daban la comida “gratis” la revolución del picadillo, ahora de las tripas, nos redujo la cuota porque, según los ideólogos del socialismo, el hombre nuevo no debe tener la barriga llena para que agudice los instintos y pueda determinar quiénes son los desafectos, los apátridas y los contrarrevolucionarios que nos quieren desgraciar el “futuro luminoso”.
El hambre que se pasaba en esas becas era del tamaño de una mala, pero muy, pero muy mala palabra. Nuestros estómagos lo saben bien.
Muchas personas que conozco sufren aun de una gastritis que, como yo digo, es uno de los rasgos más distintivos de ese invento de socialismo, es decir, las úlceras revolucionarias.
La dictadura castrista secuestró, desapareció, ajustició y sentenció los alimentos en Cuba. La tierra y los campesinos dejaron de producir por los inventos “cooperativistas”, los planes de acopios, las organizaciones de campesinos y toda la mierda estructural que generó la improductividad del socialismo o muerte.
Entre los “chorros” de leche de la vaquita Ubre Blanca, el café Caturra del Cordón de La Habana, los durofríos de fresa de la Gallega, la mantequilla pa’ comer y resbalar, el yogurt de leche de búfala, los cucuruchitos de maní a peso y el camarón y la langosta, los seres cubanos nos ilusionamos tanto que, después de sacrificar toda una vida para que esas promesas se hicieran realidad, al final terminamos comiendo tripas, picadillo de no sé qué y mortadela que se pone verde.
Pasa que, morbosamente, la escasez en Cuba se convirtió en demagogia para enfrentar al enemigo imperialista y resaltar los “esfuerzos” de esa fatídica revolución, es decir, “tengan confianza compañeros en la revolución y en fidel” no fue más que un plan bien elaborado para mantener al ser cubano en jaque, sin pensar en otras opciones de la vida y mucho, pero muchísimo menos, en el deseo de ser libre.
El hambre que pasan los pueblos bajo el socialismo es una estrategia de Estado, calculada para doblegar conciencias y acallar voluntades. Así de simple…
Ricardo Santiago.