Envidia, mucha envidia, otro mal, otra desgracia, que destruye al pueblo cubano.



La envidia es un mal intrínseco al castro-comunismo, es su naturaleza y la “guachipupa” que le corre por las venas.
Esos fulanos son los campeones mundiales del rencor, de la blasfemia, de la rivalidad, de la guataconería, del recelo, de la antipatía, del “furito” en el pantalón, de la intriga, del tu cachito de pan es más grande que el mío, de la traición, de la mediocridad y de la estupidez adictiva aunque, en honor a la verdad, existen otros, que presumen de un anticomunismo feroz, y que en los ojos, las actitudes, las palabras que sueltan para no atragantarse, las reacciones que tienen ante las opiniones ajenas y la ignorancia mediática que padecen, son tan envidiosos, o más, que cualquiera de los ridículos “defensores” de la revolución del picadillo.
Yo siempre digo que la envidia es como la locura, que quien la padece no la reconoce porque, a decir verdad, ni en las películas, ni en la más deliciosa ficción “realista”, hemos visto que alguien acepte, de puro gusto, que es un tronco de envidioso, que es un revolucionario desconfiado, un socialista receloso o un fidelista por siempre que se saca un ojo pa’ ver a otro cubano ciego.
Porque Cuba es un país donde las diferencias sociales, de todo tipo, están exageradamente marcadas aunque la dictadura, como parte de su demagogia populachera, se haya empeñado, durante estos más de sesenta y dos larguísimos años de criminal tiranía totalitaria, de cacarear ante el mundo que somos una sociedad justa y “parejita” donde todos los seres cubanos tenemos los mismos “privilegios, deberes y derechos”.
Pero la pura verdad, la concreta que se sufre y se vive en las calles de mi Patria, es que nuestra desigualdad es enorme, muy marcada, muy contrastante, y tiene que ver, fundamentalmente, con la politización de la sociedad, con el monopartidismo del tibor del socialismo, con el servilismo que muchos le profesan a ese régimen, con la elevadísima corrupción que impera en todos los estratos de la vida cotidiana, con el acceso por unos y no por otros a la base material para la existencia y, sobre todo, con la actitud de conformidad, resistencia u oposición, que se tenga hacia el castrismo como el “punto cero” de donde parten todas las desgracias del pueblo cubano.
Dice mi amiga la cínica que Cuba se convirtió en un país de envidiosos cuando el castro-comunismo, con su política de “quien no salte es yanqui”, nos hizo creer a la fuerza que todos éramos “iguales”, que teníamos que pensar la misma mierda, comer lo mismo, usar los mismos zapaticos me aprietan, vivir en los mismos edificios ruinosos, tener exactamente la misma vida y adorar eternamente al mismo fulano porque era el único que se había sacrificado, según ellos, para que los niños fueran “felices” y los viejos comieran “lombrices”.
Para nadie es un secreto que el castrismo premia con nimias prebendas a todo aquel que le sirve, le rinde pleitesía, cumple ciegamente sus ordenanzas, repite sus groseras consignas, tiene una actitud “políticamente” correcta, delata a sus hermanos, amigos, vecinos y hasta a la madre que lo parió, grita públicamente “abajo los derechos humanos” y se presta para reprimir, repartir golpizas, agredir y atacar, a quienes se enfrentan a esa criminal pandilla de bandidos, delincuentes y valga la redundancia.
Por eso en Cuba no importa cuán buen ciudadano seas, ni cuán inteligente seas, ni cuán humano seas ni cuán nada, en Cuba lo que realmente vale es cuánto le sirves a la dictadura castrista y esa miserable actitud es la que les permite, a quienes se han convertido en el verdadero sostén del castrismo, sobrevivir y “destacarse” del resto pues reciben, como pago a su reptil conducta, una jabita de la revolución con cualquier porquería dentro.
En el país de los ciegos el tuerto es rey y el castro-comunismo convirtió ese sabio precepto, de la sabiduría popular, en ley, solo que para ser “tuertos” los cubanos tienen que “donar” un ojo al deshonor, al partido comunista, a la revolución del picadillo y al enorme aparato de vigilancia, control y represión, destinado a salvar las “conquistas” de la cúpula castrista.
El odio y la envidia se juntaron en Cuba como la mezcla más explosiva y letal que puede apoderarse de cualquier sociedad.
Una diabólica alquimia que convirtió a nuestro país en un enorme polvorín de sentimientos encontrados y, que de tantos años de estar presente en el alma y la vida de los cubanos, es hoy, por desgracia para muchos de nosotros, el nuevo rasgo distintivo de una nación que hoy destruye y “descojona” y que antes amaba y construía.
Una triste realidad.
Ricardo Santiago.



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