La angustia y la impotencia que sufre un padre en Cuba para alimentar a sus hijos.



El cubano de infantería abrió la ventana del cuartico para que entrara algo de luz natural, “por lo menos todavía es gratis…”, pensó para sus adentros y una burlona sonrisa afloró en sus labios de “jodedor cubano”.
Sacó cuenta que desde hacía más de dos semanas estaba buscando cuatro tornillos, o tres clavos, para fijar el marco de la maldita ventana y no los encontró, no aparecían ni en los centros espirituales, ni los pudo “resolver” por ninguna parte: “Este país tiene un gobierno de magos, desaparecen todo lo que el pueblo necesita para arreglarse la vida y lo aparecen en los hoteles para el turismo extranjero, en las tiendas en dólares americanos o en las casas de los jerarcas del partido comunista, un abracadabra de locos…”.
Pero se resignó y se dejó vencer por el terror de sus días y sus noches: “Total, aunque me parta la crisma intentando arreglar la puñetera ventana el cuartico seguirá igualito, aquí no hay nada que hacer…”.
Otra mueca, esta vez de asco, y más resignación, mucha, muchísima, pues sabía que su prioridad, ese aciago día, era encontrar algún trabajo que le permitiera ganar algo de dinero, preferiblemente en “fulas” americanos, para comprar comida para sus hijos.
“Un hombre no debe temer meter una mano en la mierda si en la otra lleva un pan para su familia…”, se dijo para darse ánimos y salió a comerse el ancho “mundo” o, como decía su amigo de toda la vida, “…lo que queda de él”.
Agarró sus cheles, los de hacer cualquier cosa para ganar unos pesos, y salió como un desquiciado a desandar las calles de, y ahora lo veía bien, de su destartalada ciudad.
La desesperación es la madre de la humillación y la necesidad es la…, “la necesidad no tiene madre, ni padre, es algo por lo que un ser cubano, trabajador como yo, no debe sufrir pues en este país, aunque uno quiera progresar, resulta imposible pues todo, absolutamente todo, está diseñado en función del desastre, de la chapucería, de la indolencia, de la irresponsabilidad y del absurdo”.
Quienes hayan buscado trabajo en Cuba, algo “legal” para “ganarse la vida”, saben por la angustia, los atropellos, la decepción y las humillaciones por las que tuvo que pasar el cubano de infantería. Aun así se mantuvo firme. Una idea fija le impulsaba hacia adelante, lo conminaba a no dejarse vencer por las mariconadas del “imperialismo y su bloqueo”, sabía que sus hijos esperaban por él para llevarse algo “calientico” a la boca y esos, cuando tenían hambre, mucha hambre, quiero decir, no creían en nadie y pegaban unos gritos que se oían en el solar entero.
Después de recoger y limpiar un poco de basura por aquí, de pudrición, mejor dicho, y de remover una pila de escombros por allá, siempre por encargo de “cuentapropistas” que lo “contrataron” para limpiar el frente de sus “negocios”, los pocos que aun quedaban en la ciudad, “su ciudad”, pues los trabajadores de comunales venían a destupir las fosas sépticas, rompían las calles, las aceras, y dejaban la “asquerosidad” a la vista de todos, mas llevar un refrigerador chino, chinito manila fo, al taller de reparaciones porque la dueña decía, entre gritos histéricos, que después de empeñar hasta el culo para pagarlo el muy hijo de puta no congelaba…, el cubano de infantería sacó cuenta que regresaba a su casa con dos dólares “americanos”, el sueño de su vida, y cincuenta pesos moneda nacional.
“Un hombre puede ser destruido pero no derrotado…”, recordó que había leído o escuchado en alguna parte, pero en su caso esta “reflexión” no procedía, sentía crujir todos sus huesos, la respiración le fallaba, pidió a su mujer que le envolviera la cara con un trapo porque el alma se le salía del cuerpo y, tendido sobre el catre de todas sus generaciones, se dio cuenta que tanto sacrificio por la revolución, por fidel y por el socialismo, solo le alcanzaría para un arrocito con sabor y un platanito verde sancochado para toda la familia.
Entonces lloró como un hombre de pelo en pecho sabe hacerlo. Se convenció que esto era lo que le esperaba hasta el fin de sus días y se cubrió el rostro, con sus destrozadas manos, para que sus hijos no vieran que lloraba lágrimas de sangre.
Así vio la luz en el mismitico principio del túnel, no necesitó avanzar ni siquiera un paso pues en la entrada, al inicio, donde empiezan todas las desgracias de un pueblo ahogado por la frustración, la desilusión y la nulidad, había un enorme cartel escrito con letras “sonrientes” que decía: “La revolución nunca abandona a sus hijos”…
Ricardo Santiago.



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