La miseria cotidiana que vive un cubano de infantería para alimentar a sus hijos.



El cubano de infantería, “la aciaga noche anterior”, no pudo conciliar el sueño. Nada nuevo, lo mismo de siempre, pero esta vez tenía otro motivo “de peso”, debía salir, al día siguiente, a comprar, a conseguir, a resolver, a pugilatear “comida” para sus hijos y no tenía ni un peso, ni un quilo prieto parti’o por la mitad, ni un…
Por primera vez, en esta perra vida que le ha tocado vivir, o medio vivir, o mal vivir, para ser más exactos, tomó conciencia real de que en Cuba, en esa isla mágico-maldita-enclenque, donde lo mismo te puedes encontrar a “Pinocho” de presidente que a cucarachita Martina que barre y barre y no encuentra na’, el gran problema de los de su “clase” es que, en los “últimos” tiempos, el país, su país, la tierra de las promesas verdes, tan verdes que se las comieron los chivos, y los chivos se los comieron los “dirigentes”, y a nosotros nos vendieron los huesos y las tripas…, la vida cotidiana se transformó en un “cuartel de fantasmas”, en un sádico “juego” de policías y/o ladrones, en un reverbero sin luz brillante, en una consigna patriotera, repetida hasta la saciedad, martillándonos una y otra vez, pam, pim, pom…, las neuronas de pensar, o las poquitas que nos quedan, para que las “letras nos entren con sangre”, como si los seres cubanos fuéramos tan comemierdas de creer que “el socialismo es la mejor opción para salvar la humanidad”.
No, y estaba lo otro, lo del mosquito, el indeseable insecto que vive con nosotros en el cuartico, el puñetero bicho que todas las noches está aquí, presente, se siente, se siente…, con su silbidito, dame un silbidito, martillándonos ahí, ahí, ahí, la existencia y la poca noche que nos queda pa’ dormir, como si el escándalo de mis “tripas” no fuera suficiente tormento…, o era otro, el hijo, el nieto, porque sacando bien la cuenta los mosquitos no tienen una “vida” tan larga…, por cierto: ¿también será una perra vida como la mía…?, porque del carajo y la vela, porque hay que tener el cerebro de mosquito pa’ venirse a vivir a un “cuartico que está igualito…”, si fuera yo, mejor me mudaba pa’ casa de un dirigente, de esos que se comieron los chivos, o mejor, si fuera yo, me mudo pa’…
Y amaneció, empezó a “aclarar” la noche y el cubano de infantería madrugó con sus “pensamientos”, sacó cuenta de que había pasado el tiempo de Morfeo reconcomiéndose con “historias” de mosquitos, de dirigentes, de chivos y de quilos prietos sin pegar un ojo… Deseó entonces que la tierra se abriera y se lo tragara completico, un miedo espantoso le recorrió el cuerpo, le aterraba enfrentarse solo a su “destino”, pero más lo atormentaba saber que sus hijos tenían sus propias “ilusiones” y que confiaban en él para cumplirlas.
Se vistió de prisa, salió al pasillo, al área común de la humilde ciudadela…, qué digo humilde, del miserable solar donde vivía y, raudo y veloz, sin mirar atrás, se lanzó a la calle en busca de un “sueño”.
Caminó como un trastornado, devoró kilómetros por gusto, sin sentido, arrastrando “los zapaticos me aprietan” porque sabía que tenía un “hueco” en el bolsillo y una herida en el alma…
Un “hondo vacío” le jalaba las tripas de comer y fue conciente de que no había tomado ni agua desde que amaneció. Miró a su alrededor y sacó cuenta que otros como él, e incluso peores que él, inundaban la ciudad, bueno, lo que quedaba de ella.
Se detuvo un instante, un segundo, ese extraño momento en que sientes que un golpe de pecho te detiene y, como una aparición, como un milagro, como una salvación celestial la vio, la presintió y sintió que lo aguardaba, que esperaba por él, que yacía fresca y horonda en aquella “esquina del barrio” y, sin pensarlo ni un segundo, sin dudarlo y sin remorderse ni un instante, la agarró del suelo con una mano mientras apresuró el paso como quien huye furtivamente de las miradas inquisidoras de la gente.
¡Caballero, por tu madre, que ente país ya la gente no respeta ni las ofrendas a los Santos…!
A todo “gas” dobló la esquina, más bien la enderezó, iba derechito y en un solo pie como alma que se la lleva el viento, una sonrisa de felicidad inundó su rostro. Apretó con sus manos “la aparición”, le quitó una cinta roja que la ataba, la guardó en el bolsillo por si acaso y, para darse ánimos pensó: “ojos que no ven…”, y no se detuvo hasta que entró, como un General sin pamela, por la puerta del cuartico…
Ricardo Santiago.



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