En las últimas seis décadas los cubanos hemos sufrido, padecido, soportado y tragado la escasez más grande, cruel y criminal que puede merecer un pueblo por culpa de la incapacidad, mediocridad y lascivia de sus gobernantes: ¡vaya noticia vieja!
La hemos sufrido, lo que se dice sufrir, con sangre, sudor y lágrimas. La padecimos y padecemos de todas las formas, colores, y de todos los tamaños y de todos los tiempos.
Aunque a usted le parezca que si, a esta situación el ser humano no se adapta nunca, mucho menos el cubano que siempre fue un tipo pródigo y a quien le gusto, sobretodo, comer bien y vestir mejor en dependencia de su poder adquisitivo.
Recuerdo las historias de mis padres y de los mayores del barrio cuando nos hablaban de la vida antes del 59, muchas veces nos volteábamos para reírnos por lo increíble o exagerado de las anécdotas y en silencio pensábamos: “estos viejos están locos”, porque nos parecía imposible una Cuba con tanta abundancia y derroche.
Yo provengo de una familia clase trabajadora (mi padre era chofer y mi madre una simple secretaria) pero les veía un brillo diferente en los ojos cuando hablaban de las nueces y las avellanas, el chocolate malteado, las frutas de invierno, la fonda del chino, las ofertas en Fin de Siglo, la gastronomía excelsa y multinacional para satisfacer a los más exigentes degustadores y las relajantes noches habaneras con sus bares, cabarets, cines, teatros y una vida nocturna comparable a las mejores ciudades del mundo.
A mí no, a mí me toco lo otro, el racionamiento y la ropa por cupón, el módulo de un pantalón, una camisa y un par de zapatos una vez al año otorgados por la libreta “de la ropa”, las cafeterías mono-ofertas, la vida nocturna convertida en permanentes guardias revolucionarias y una ciudad que poco a poco se fue depauperando a la par de sus moradores.
Mis anécdotas al contarlas no producen brillo en los ojos, tengo un amigo que por allá por los ochentas, creo que estudiábamos en el pre-universitario o la universidad, empezó una relación amorosa con una muchacha hija de un importante arquitecto cubano. Pues bien, para no hacer la historia muy larga, un día la novia lo invita a comer a su casa y mi amigo muy triste, “que no, que no puedo ir”, y nosotros que si: “cómo vas a hacer eso con lo enamorado que están ustedes”.
En fin que después de tantos que sí, que no, que si que no que lo digo yo, nos confesó que él no iba porque no tenía medias (calcetines). El tema es que nosotros tampoco teníamos unas que le acomodaran y la cosa terminó en que le cortamos las mangas a una enguatada búlgara que vendían (por cupón) y que tenía unos puños muy bonitos y brillosos, el único problema es que al ponérselas le quedaba medio pie desnudo pero: “no importa muchacho cuando te pongas los zapatos los dedos no se van a ver…”.
La comida transcurrió normal, todo iba de maravillas hasta que mi amigo quiso probar un trago de whisky que le ofreció su suegro (nunca había visto una botella de whisky y la curiosidad mató al gato). La bebida le cayó mal, la novia sugirió que lo recostaran un rato en la cama y cuando intentaron acomodarlo y quitarle los zapatos: ¡se armo la gorda! Mi amigo daba patadas a diestra y siniestra y vociferaba como un loco, la novia, que pensó que le pasaba algo grave, pidió ayuda y entre todos pudieron controlarlo y descalzarlo…: silencio total, todos los presentes se miraron estupefactos, sorprendidos, descuajeringados, suspicaces y pacientes hasta que el hermano de la novia rompió el burlesco silencio con una sentencia hollywoodiense: ¡Miren eso, parecen los dedos de la película “Dedos macabros”!
¿Se imaginan la vergüenza?