La revolución castro-comunista nos destrozó la vida a los seres cubanos, nos las descuarejingó, nos las hizo trizas y nos convirtió, a casi todos nosotros, en mamarrachos de una ideología que transforma el oxígeno en gases venenosos, la razón en aspavientos de grandilocuencia, el verbo lúcido en la babaza insulsa y mediocre, el pollito frito en pescado en lata, la ida sin regreso, los moretones sin cura y los absurdos más estruendosos en leyes de Estado, en constituciones de país y en mandatos de nación.
Esa tan cacareada revolución de los humildes, de los proletarios, de los obreros y campesinos, esa revolución de los blancos y los negros, todos “mezclados”, esa revolución que se “hizo” para que los niños cubanos fueran felices, esa revolución que “triunfó” para que no existieran los desamparados, esa revolución que tanto proclamó las gratuidades y las subvenciones, esa revolución que hizo la luz y nada por aquí, nada por allá, no existe, es una gran mentira, es una burda estafa, una croqueta de subproductos, una realidad subjetiva y una espantosa alucinación en nuestras conciencias de revolucionarios de papel de China.
Repito, esa maldita revolución nunca sucedió, nunca se materializó en la concreta y sí la hemos cargado sobre nuestros lomos, sobre nuestras almas de seres adoctrinados, durante casi sesenta y cinco larguísimos años, como un fantasma, como una aparición, como un terrible daño antropológico y como una cruz de fuego que ha quemado, arrasado y consumido, a nuestra hermosa Patria.
Destrucción en la que, de alguna manera, hemos cooperado todos, o casi todos, corrijo para no herir susceptibilidades.
Pero a algunos cubanos les parece que sí, que sí sucedió, que se hizo de buena fe y con las mejores intenciones, pero yo les puedo asegurar que no, que tales compatriotas continúan engañados, que todo fue un espejismo, un truco del más perverso de los ilusionistas del mundo que metió a Cuba en una caja de descuartizar, de asestar sablazos a una “modelo”, y cuando levantó la tapa solo había en su interior el polvo de su suelo anegado en llanto. Pasa que esos cubanos, los pobres, los más infelices de mi país, tienen miedo, sienten terror, pánico, de reconocer el misterioso rumbo que tomaron las “aguas” y aceptar, aunque la pura verdad esta ahí, en frente de ellos, que de nada sirvió el tamaño sacrificio que hicieron para que sus hijos tuvieran un mejor futuro y no que hoy, la mayoría de ellos, deambulen por el mundo sin la posibilidad de darte un último abrazo mi viejita linda.
Yo, a veces, pienso que a nosotros, como pueblo, quiero decir, nos acorralaron, nos metieron en una de esas encerronas de los tiempos y nos castraron algún gen portador de la decencia, alguna neurona de pensar o algún simple glóbulo rojo, rojito desteñido, que perdimos entre los recovecos y los intríngulis de las griterías apoyando las nacionalizaciones, los paredones, que le dieran candela a los afeminados, de las machacaderas, un, dos, tres, estudio, trabajo y fusil, y de la desatinada efervescencia nacionalista derrochada, por gusto y sin razón, a las doce del medio día, a principio de los sesentas del siglo pasado cuando, poseídos por la histeria de sabe Dios qué, nos lanzamos a aplaudir, a vitorear y apoyar, cada una de las aberraciones mentales de un fidel castro que, desde el principio, el muy cabrón, sí tenía muy clara sus intenciones de dominar al pueblo cubano, de convertirnos en sus esclavos, en sus tontos útiles, en sus marionetas y en carne de cañón de la marina para utilizarnos en sus guerritas extorsionistas, en sus asaltos filibusteros al erario público de otras naciones y en su propaganda de cantimplora para realzar su imagen de tipo justo, de hombre indoblegable, de comandante altruista, de machetero sin machete, de asalta cuna y del único “superman” de carne y hueso capaz de enfrentarse, el solito, al imperialismo yanqui.
Por eso, también, a veces, pienso que los cubanos no tenemos de qué quejarnos. Hoy tenemos el fruto de la comemierdería que iniciamos hace más de seis décadas y que hemos continuado y mantenido por generaciones y generaciones con el único fin de que no nos maten, de que no nos desaparezcan, de que no nos torturen, de que no nos castren y de que no nos mutilen el cuerpo y el alma en alguna de las guillotinas políticas que sabe utilizar, muy bien, ese régimen de terror, de oscuridad y de espanto.
Me gustaría terminar con algún mensaje de esperanza…
Ricardo Santiago.