La primera vez en mi vida que pisé mierda fue en una escuela al campo en Cuba por allá por 1973. Estaba yo en 7mo grado, en Secundaria Básica, y tenía 12 años.
No se me olvida, lo de la mierda, digo, caminaba por un surco sembrado de tomates y me di cuenta que algo extraño sucedía porque todos me miraban, la peste no me dejaba vivir y la muy puñetera me perseguía a donde quiera que yo iba, así de simple.
Inmediatamente fui objeto de las burlas de mis compañeros de la “brigada” que, como todo el mundo sabe, a esas edades pueden ser las más traumáticas, crueles e inhumanas del mundo.
Esa era la primera vez que yo salía de mi casa sin mis padres. Hasta ese diabólico momento lo más lejos que había llegado, sin la compañía de mis tutores, era a la esquina de mi cuadra para ocultarme en el portal de la tienda de ropas, que tenía un muro muy bueno para el camuflaje, y pasar así inadvertido en el delicioso juego de los escondidos: “…siete, ocho, nueve, diez, mariquita uno, mariquita dos, el que no esté escondi’o se quedó…”.
La “misión” que nos encomendaron en la escuela, a niños de 11 y 12 años, por 45 interminables, descojonantes y desesperantes días, fue recoger todo el tomate disponible en los surcos porque el pueblo los necesitaba y dependía de nosotros para su alimentación.
¡Imagínense Ustedes! La revolución del puré, esa porquería que algunos quieren defender sin saber qué carajo están hablando, ponía sobre los hombros de niños, de inocentes criaturitas, una responsabilidad concebida, por el más elemental sentido común, para hombres hechos y derechos.
Recuerdo que en la madrugada nos montaron en unos camiones y nos llevaron a un campamento, si es que podía llamársele así, situado en un lugar a más de 50 km de La Habana, cerca de la ciudad de Alquizar.
Yo no les voy a negar que, en un principio, algunos de nosotros nos sentimos eufóricos porque los altoparlantes del patio de la escuela no dejaban de repetir cancioncitas patrioteras y “estimulantes” que debieron poner nuestra infantil adrenalina por las nubes.
Nos creímos aguerridos y sanguinarios soldados de la patria socialista prestos a conquistar los corazones del pueblo hambriento y necesitado.
Nos veíamos entrando victoriosos a las ciudades, sentados a horcajadas sobre las cajas de tomates, y la gente en filas saludándonos y gritando: “¡Hurra! ¡Hurra! ¡Llegó el puré de tomate a la bodega…!” Y nosotros con nuestra moral más alta que el Turquino izando bien alto la bandera entomatada de “la emulación socialista”.
Una experiencia alucinante y muy “conmovedora” para una edad en la que se es un niño y solo se debe pensar en canicas, papalotes, mataperrear y, cuando más, cómo colarnos furtivamente en el patio de Pepe a “robarle” los mangos.
De esa primera participación mía en el “nuevo concepto de educación comunista”, en el que supuestamente se integraban estudio y trabajo como forma de preparación del individuo para bla, bla, bla, tengo muchos recuerdos y no precisamente agradables.
Fue la primera vez en mi vida que descubrí el hambre, el frio de verdad y que me virara para donde me virara no estaba mami para protegerme, arroparme y cuidarme, aun cuando las lágrimas no me dejaban conciliar el sueño en aquella litera “encabillada”.
El primer recurso utilizado por el castrismo para el adoctrinamiento del pueblo fue separar a las familias, sobre todo a los hijos de sus padres. Los niños cubanos nos convertimos en “carne de cañón ideológico”. Recuerdo la repugnante verborrea combativa a todas horas y el chantaje emocional, la coacción física y espiritual a las que éramos sometidos si no cumplíamos las metas, las normas, los “compromisos” con la patria, con la revolución, con fidel y con el socialismo…
Por eso siempre digo que hacerse revolucionario en Cuba no fue una elección, fue una imposición. Recuerdo, para seguir con la idea de esta historia, que quienes no iban a la escuela al campo eran catalogados como desafectos, no podían optar por estudiar en la Universidad y les ponían una mancha en el expediente, del tamaño de las mentiras de fidel castro, que los acompañaba por el resto de sus vidas y de sus muertes.
Dice mi amiga la cínica que la fórmula secreta del castrismo para crear el hombre nuevo fue: “mucha muela y poca comida”, mientras más hambre y más bombardeo ideológico reciba una persona menos tiempo tendrá para pensar en ser un ser cubano, y valga la redundancia…
Ricardo Santiago.