El castrismo destruyó a Cuba, la convirtió en una letrina de odios, miserias y espantos.



De nada nos sirve cargar tanta pena, tanta vergüenza y tanta lástima. No nos hace bien. Es cierto que en este bendito exilio se respira con más tranquilidad, con más holgura, pero, insisto, ese olor a mar, ese sol y esa brisa con brazos de mujer, les aseguro que no los vamos a sentir en ningún otro lugar de este planeta azul.
Realmente los cubanos éramos un pueblo feliz, un pueblo trabajador, amigo, soñador, gente buena que creía en Dios, en la Virgen y en las potencias “salvajes” del cielo, el mar, los ríos y la tierra.
Éramos personas pacíficas, decentes, nos gustaban el arroz con leche con una pizquita de canela, la raspa de la natilla pegada al jarro, un trago del mejor ron del mundo, las películas de pistoleros, la música contagiosa y la de llorar, el café recién colado, la libertad, la vergüenza, el orden cívico y la cerveza fría, bien fría.
Reuníamos centavo a centavo para el par de zapatos en las rebajas de Fin de Siglo, para el “sanguisi” de jamón y queso, para el pan con timba cuando el hambre formaba su concierto dentro del cuerpo o para el arroz frito de la fonda del chino con tremendo orgullo.
Éramos personas humildes pero honradas, limpias, literalmente limpias porque la decencia era condición obligada aunque no hubiéramos estudiado en la “Universidad”.
Nos gustaba mirar a la mujer de Antonio porque nadie, absolutamente nadie, caminaba como ella.
Amábamos nuestra ciudad porque crecía, se desarrollaba, competía con los ángeles por dominar el espacio sideral a la par que nos brindaba oportunidades para que fuéramos nosotros mismos, para que el sacrificio de nuestros padres rindiera sus frutos con aquel título de “doltol”, tan anhelado por ellos, enmarcado y colgado en la pared.
Éramos un pueblo valiente, luchamos contra el imperio más poderoso de su época y construimos una República hermosa, con una Constitución de las más avanzadas de su tiempo y con una democracia envidiable que, muchas potencias del primer mundo de hoy, ni siquiera podían soñarla.
Pero: “Éramos muchos y parió Catana…”, “llegó el comandante y mandó a parar…”, “en cada cuadra un comité…”, “jorobita, jorobita lo que se pega no se quita ni con cola, ni con colina, ni con la saya de tu madrina…”.
Así mismo, de la noche a la mañana, un 1 de Enero de 1959, nos convertimos en el gran disparate, en el peor absurdo de la humanidad.
fidel castro, esa maldad que quedará postrada en nuestras memorias por varias generaciones, nos condenó al destierro de nuestra patria, al ostracismo de nuestros amores y a un exilio obligatorio porque, “sencilla y llanamente”, nos transformó la vida de vivir en un terrible infierno para morir.
Ese miserable barrió con todo cuanto habíamos logrado como nación, algo tan elemental como el par de zapatos de Fin de Siglo, el sanguisi, el pan con timba y el arroz frito de la fonda del chino se fueron al carajo y los sustituyó por un miserable cupón de la libreta de productos industriales una vez al año, un pan con croquetas de subproductos de “pollo” vendido en total insanidad y, bueno, el arroz, bien, gracias, cinco libras una vez al mes por persona y a gritar alto, bien alto que no se oye, compañeros, patria o muerte, venceremos, socialismo y a morirnos muchas veces.
A la mujer de Antonio la vistió de miliciana, de constructora, de machetera en perdidos cañaverales, de vigilante de pueblos y le arrebató su gracia y su aire obligándola a marchar en vez de andar, a repetir consignas, cantos revolucionarios y a cambiar para siempre su gracia coqueta por la degenerada militancia del infame comunismo.
¿Que por qué no nos enfrentamos a fidel castro y lo aplastamos como a una cucaracha?
Es la respuesta más difícil y complicada del mundo, pero estoy seguro que fue por inocencia, ingenuidad colectiva, estupidez y subnormalidad nacionalista, pero más que todo por miedo, por un miedo enorme a que nos pararan en el matutino de la escuela o en los paredones de fusilamiento del recién estrenado socialismo.
Según la historia la mayor condena que podía aplicársele a un ser humano era ser desterrado de su pueblo, de su tribu, de su comunidad o de su Patria.
Por eso los seres cubanos somos el pueblo más exiliado de esta galaxia, llevamos más de sesenta larguísimos años “preparando maletas”, saltando “charcos”, volando sobre cualquier chiringa que nos saque de aquel infierno y que nos lleve lejos, bien lejos, allá, donde nos llegue a los pies la espuma…
Ricardo Santiago.



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