El socialismo, al final, nos asesinó, de cuerpo o de alma, a todos los cubanos.



Todo empezó y se hizo a espaldas nuestras, a las del pueblo cubano, quiero decir.
La manoseada “revolución de los humildes” no fue más que otra de las tantas triquiñuelas orquestadas, por la izquierda internacional, para poner en práctica en una isla, a escasas noventa millas del principal “enemigo” del socialismo mundial, implantado, anteriormente, con nefastos resultados para los pueblos de la Europa Oriental y alguno que otro del continente con culturas milenarias.
fidel castro, como lumpen político que era, vio enseguida el filón que le proporcionaba esa parasitaria ideología, en su afán por convertirse en dictador eterno de nuestro país, y rápidamente aceptó sumarse al bloque del izquierdismo, de la miseria generalizada, del odio de clases, del colectivismo como retroceso económico y del sálvese quien pueda, con tal de robarse el poder, el gobierno y la “administración” de nuestra tierra, para hacer y deshacer con nosotros todo cuanto le saliera de sus podridas entrañas.
Porque al final el régimen socialista no es más que eso, una catástrofe existencial para todos los seres humanos, y los seres cubanos, un molinillo de desgracias que extiende, con sus rastreras políticas, el sufrimiento, la miseria, el hambre, el oscurantismo espiritual y la blasfemia, por quienes lo sufren y lo padecen, una malformación mental que realza la falsa propiedad colectiva como motor impulsor de la sociedad y una enfermiza tendencia ideológica que esclaviza, que obliga a los ciudadanos a depender física y espiritualmente, del Estado socialista, y así adoctrinarlos, explotarlos, sodomizarlos, pisotearlos y convertirlos en entes utilizables y descartables cuando lo requieran las necesidades de la “revolución de los humildes”.
Y lo peor, lo más terrible, lo más incomprensible y lo más absurdo, es que los cubanos, en una inmensa mayoría, caímos en esa funesta trampa, nos dejamos convencer y arrastrar por un falso profeta, por un quimérico mercader, o como dice mi amiga la cínica, por un meroliquero de imaginarias esperanzas, que nos engañó como a idiotas, a casi todos los cubanos, y nos metió, de cabeza, de paticas y de cuerpo entero, en un tanque de mierda abarrotado de los peores flagelos que puede padecer un pueblo cuando peca de ignorante, de confiado y de cobarde.
Porque, y desmiéntame quien pueda, qué fue esa maldita “revolución de los humildes” sino una burda manipulación de las ilusiones de un pueblo por restaurar su Constitución, su democracia, sus elecciones libres y todo cuanto no equivaliera a una brutal dictadura.
Yo siempre he dicho que fidel castro no fue más que un tipo muy acomplejado, un personajillo que se sabía antipopular y que utilizó la demagogia y el populismo que le proporcionaban el socialismo, para convertirse en el “líder” todopoderoso, en la palabra omnipotente, en la imagen omnipresente y en el “comandante” caudillero de un país, y de un pueblo, que nunca tuvo muy claros qué son los verdaderos sentimientos de libertad, de patriotismo, de progreso, de desarrollo económico, de educación cívica y de respeto ciudadano.
Así los cubanos fuimos cayendo de a poquito, en manada y a trompicones, en todas las trampas que fue urdiendo la revolución del picadillo, ahora de los curieles, para comprometernos como pueblo en cada uno de los disparates que iba gestando la poderosa maquinaria propagandística del régimen castro-comunista.
Las banderas enarboladas para solidificar tamaña mariconada en nuestras conciencias, tales como la lucha por erradicar la miseria, la discriminación racial, la prostitución, la explotación del hombre por el hombre, la desigualdad social, el hambre y la miseria, no fueron más que puros pretextos para engañarnos y para ocultar las ansias de poder de un grupúsculo de delincuentes que, poco a poco, sin que nos diéramos cuenta, pero a la vista de todos, multiplicaron cada una de las desgracias que nos prometieron erradicar, cada uno de los flagelos que nos decían debían desaparecer y cada uno de los tormentos por los que debíamos sacrificarnos, hasta la muerte, para no padecerlos jamás.
Por eso hoy tenemos un país absurdamente destrozado, arruinado y podrido. Nos dejamos arrastrar como comemierdas insaciables hacia un torbellino de disparates sociales, políticos y económicos, enarbolando banderitas cubanas de papel cartucho, meneando la cinturita al compás de adrenalínicas cancioncitas patrioteras, aplaudiendo extensísimos discursos que no decían nada y taconéala, taconéala, taconéala como puedas, en ridículos desfiles, en marchas del pueblo combatiente o en mítines de repudio agrediendo, gritando, vociferando y ladrando histéricamente contra quienes nunca, pero nunca, tuvieron la culpa de nuestra indigencia, de nuestra mediocridad y de nuestra cobardía.
Continuará…
Ricardo Santiago.



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