Escapar del infierno, salvar el alma de mis hijos, Por Eso Me Fui De Cuba…



Son muchas, pero muchas, las razones que tiene un ser cubano para emigrar, para largarse de aquel maldito infierno “socialista”.
La lista, según cada cual, puede ser larga, más larga o inmensa, depende, todo pasa por las vivencias, los sufrimientos, los buches amargos, las traiciones, las desilusiones, las heridas, los atropellos, las injusticias, el desodorante ausente, las malas hierbas, los abusos, las reuniones, las guardias, la vieja del comité, la hipocresía, las delaciones, los inodoros tupidos, el chispae’tren pa’ olvidar las penas, los empujones, las colas inmensas, los tormentos, los trabajos “voluntarios”, las palabras que no dicen nada, se me perdió la libreta de racionamiento, de mis cinco huevos dos estaban culecos, ¿y ahora qué carajo le doy de comer al niño?, la doble moral, el facilismo, el sociolismo o el socialismo que tuvimos que soportar.
Yo siempre pienso que cuando un cubano, cualquiera, se sienta en la mañana solo, con una taza de café en las manos, y pierde la mirada en el horizonte, a saber cuántas angustias, penurias, tristezas, malos recuerdos, nostalgias y palpitaciones le inundan el alma añorando una Cuba que sabe lejana en la justicia y cerquita, cerquitica, en la desilusión.
Estas son las cosas que parten la siquitrilla y que un castrista nunca va a entender porque para ellos la vida en Cuba, el exilio, el destierro y la “salida definitiva”, son un divertimento ideológico o una tarea partidista que tienen que cumplir para tener los méritos necesarios y congraciarse con la dictadura más criminal de toda la historia de la humanidad.
En mi caso también estaban mis hijos. Al principio no entendía bien qué me molestaba, algo se me atoraba en la garganta que ni siquiera me dejaba respirar, era una sensación terrible, de angustia, los miraba crecer sin hablar del futuro y, les juro, se me helaba “la moral” ante tanto vacío.
Yo, de niño, sí hice muchos planes. En mi época de pionero la confianza en un “futuro mejor” era un motorcito que nos metieron en el c… y que nos impulsaba a comernos el “picadillo”.
Aun la mentira no había sido descubierta y marchábamos pa’llá y pa’cá con tres varas de hambre, una sonrisa en la cara y una peste a grajo que aquello, ahora mirándolo bien en el tiempo, más que una revolución de los humildes éramos, en realidad, una turba de descerebrados malolientes.
Dice mi amiga la cínica que el socialismo no es más que peste, hediondez y mucha falta de higiene corporal.
Recuerdo que en mi inocencia revolucionaria hasta una vez me dio por querer ser cosmonauta, y yo que si el cohetico pa’quí y que si el cohetico pa’llá hasta que mi madre me quitó la idea con un fuerte grito porque decía que: “A los cosmonautas les es muy fácil irse, pero muy difícil regresar”.
Por supuesto que en ese momento no entendí el doble sentido, aun así ella, la pobre, también echaba rodilla en tierra por ese futuro prometido en “la tierra del nunca jamás”.
Muchos hincaron sus rodillas, echaron brazos, piernas y hasta el alma por esa maldita revolución del picadillo. Se vistieron de milicianos, o de lo que fuera, para cantar y vociferar aquello de: “…marchando vamos hacia un ideal, sabiendo que hemos de triunfar…”, porque creyeron, como mi pobre madre, que sus hijos tendrían “la tierra prometida”, llena de oportunidades, un país sin carencias, empleos dignos, salarios decorosos, infraestructura de viviendas y hasta un vasito de leche, ¡qué digo un vasito!, una pipa repleta de leche condensada.
Cuando tuve mis hijos, los vi crecer, los llevé a la escuela, los vi saludar la bandera, la pañoleta y aquellos uniformes que pasaban de generación en generación, me di cuenta que la mierda revolucionaria era la misma, pero con treinta años de añeja, y que nunca cambiaría porque el cacareado “futuro mejor” era una dictadura y las ilusiones y los sueños en “querer trabajar para el turismo”.
Y llegó el final, la toma de conciencia, el despertar, el abrir los ojos y decir basta…, y esos sentimientos me llegaron de súbito el día en que acompañé a otro de mis hijos a la escuela porque se iniciaba como “pionero moncadista”.
Observando a todos esos niños, uno detrás de otro, en fila comunista, con sus caritas angelicales e inocentes repetir lo que decían los maestros y aquello de “seremos como el che”, entendí que eso no era lo que quería para ninguno de ellos, que yo tenía la obligación de brindarles otras opciones porque el mundo es de pluralidad, diversidad y que la ideología, el pensamiento, los parecimientos y las doctrinas son elecciones personales y no pueden, bajo ningún concepto, ser dictaminadas por “gobiernos”, partidos, movimientos, comparsas o dictaduras.
Ricardo Santiago.



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