En Cuba, la vida de vivir, pasa lentamente, transcurre como las viejas películas que ponían en el cine de mi barrio, a las que les faltaban miles de “cuadros”, y en las que uno nunca lograba entender porqué el muchacho pobre no se quería casar con la muchacha bonita y rica o en el Oeste sonaba el tiro ahora y el “malo” se moría después.
Pasa que en Cuba, “la vida de vivir”, desapareció junto a esos cines de barrios de nuestra infancia y juventud, se fueron a bolina gracias a la inutilidad, a la ineficiencia y a la ineptitud de un régimen socialista que nos robó el aliento, nos secuestró los pálpitos de pecho y nos siquitrilló el equilibrio hormonal a más de cuarenta y ocho cuadros por segundo.
Por eso siempre digo que el cubano, por estar en la comemierdería política, en la guapería revolucionaria y en la idolatría a los cobardes, torció su destino, cambió el desodorante por la peste a grajo, se hundió en su propia mierda y atrajo para sí las peores calamidades, las peores desgracias y los peores retorcijones de estómago que cargan consigo las plagas apocalípticas o el mismísimo diluvio universal.
Dice mi amiga la cínica que perdimos la razón, nos trastornamos, nos volvimos “quendis” completos, nos apeamos de los ómnibus con aire acondicionado para subirnos en carretas y carretones con un entusiasmo tan bochornoso que el famoso socialismo que quisimos construir nos salió hecho una porquería, una aberración repugnante y un desastre tan incomprensible que, hoy por hoy, no sabemos quién tiró la primera piedra y cuándo todos, absolutamente todos, escondimos las manos y pusimos caritas de yo no fui.
Pero la realidad nuestra, es decir, la que se respira en esa Cuba socialista, el pan con tripa que se “come” en esa isla dominada por una maldita revolución de “humildes”, con cuentas millonarias en paraísos fiscales, supera la lógica, la paciencia y la decencia humanas.
Cualquiera que se detenga un solo segundo a observar, con ojo honesto, la supervivencia en la que la revolución del picadillo, ahora de las tripas, ha convertido nuestras vidas como nación, como sociedad, como pueblo o como masa cárnica, perdón, como masa de obreros, campesinos y algún que otro intelectual, se dará cuenta que hemos retrocedido con pasos agigantados en la cadena evolutiva, que hemos descendido estrepitosamente en la “pirámide alimentaria”, que nos hemos hundido en un mar de absurdos y de llantos y que somos tan, pero tan idiotas, que veneramos, aplaudimos y le reímos las “payasadas” a nuestros propios verdugos a cambio de que nos tiren los huesos, la raspa o cualquier deshecho tóxico que nos podamos tragar.
Es cierto que esa despiadada revolución castro-comunista nos cambió la vida, es una verdad tan grande como un templo. Los cubanos, de estar viviendo un capitalismo en constante desarrollo, con sus vicios y sus males, porque nada es perfecto, pasamos a mal vivir un socialismo de tempestades, de guerras de guerrillas constantes, de sacrificios eternos donde al final del túnel siempre nos encontramos con un apagón de siete u ocho horas, donde comer decente es un lujo, donde dormir a piernas sueltas es diversionismo ideológico y donde decir lo que uno piensa, o lo que uno siente, nos puede llevar al cadalso o a ser “abofeteados” traicioneramente por nuestros propios hermanos.
Cuba es hoy, por todo eso, un país triste, muy triste, el país más triste del mundo, el país donde nadie, que tenga dos dedos de frente, o esté en su sano juicio, quiera vivir o se sienta cómodo haciéndolo porque, a decir verdad, el “cuartico de pollo está igualito a cuando te fuiste” y, parece, no va a cambiar mientras tengamos la estúpida creencia de que con el socialismo seremos felices, comeremos perdices y nos limpiaremos con papel sedoso y oloroso.
Pero la tristeza y la desgracia del cubano son su propia culpa. No es posible que un pueblo sea tan obtuso, tan inerte y tan “manso”. Los cubanos, como nación, cavamos nuestro propio destino en Enero de 1959 y tras más de sesenta larguísimos años no hemos hecho otra cosa que profundizar nuestra propia letrina, horadar con impetuosa cobardía los cimientos de nuestra sociedad y sumergirnos en un letargo de patrias o muertes tan extraños, tan irracionales y tan ridículos que, al final de esta historia, no sé, no estoy seguro, si realmente nos merecemos tamaño desconsuelo.
Por eso digo que la alegría, la felicidad de vivir, tienen un precio que hay que pagar porque en esta vida nada es gratis y lo regala’o siempre nos cuesta más caro que el carajo.
Cubanos, por favor, dejemos de hacer el ridículo y…
Ricardo Santiago.